Mi trabajo de cirujano iba a más, si cabe, y terminó de
desbordarse tras mi primera trepanación con éxito. Contaré cómo fue. Estaba
terminando mi lección de anatomía en el maristán cuando llegó el bullicio desde
el patio. Traían a un hombre joven, moribundo, derrumbado sobre unas
parihuelas. Se debatía en crueles convulsiones que afectaban al lado derecho de
su cuerpo y echaba sangre por la boca, posiblemente por morderse la lengua en
sus espasmos cíclicos. Ordené que lo pasaran al quirófano. Se trataba de un
obrero beréber, muy joven y tal vez inexperto, pues estaba recién llegado del
desierto. Indagué entre los compañeros que ayudaron al traslado. Había caído de
cabeza desde un alto terraplén sobre una roca, en una excavación para
cimentación de un edificio. Le dirigí la palabra pero no reaccionaba. Exploré
sus pupilas: se veían contraídas, puntiformes, lo que traducía la presión que
sufría su cerebro, aprisionado por el derrame hemático entre la calota ósea y
las meninges, las capas fibrosas que describió Galeno envolviendo los sesos,
protegiéndolos. A veces la pierna derecha se disparaba al aire, como el
perrillo que hace la guitarra cuando rascas su panza. Su corazón reventaba de
latidos desbocados en la jaula torácica, como si quisiera romperla. La
respiración, por el contrario, era más lenta y espaciada cada vez, curiosa
discordancia que he apreciado en casos de derrame cavitario craneal. Ordené a
mis ayudantes que raparan completamente la cabeza del herido, que se debatía
entre la vida y la muerte. Iba a estrenar mis trépanos toledanos. Y debía
hacerlo pronto pues, por las muestras, el peligro de muerte era evidente. El
instrumental hervía ya cuando aplicaron al enfermo la esponja soporífera que,
quizá, no hubiese sido necesaria, pues el accidentado se encontraba
inconsciente. Monté el trépano grueso, todavía caliente, en el artefacto de
ruedas dentadas que, accionando una manivela, lo hacía girar. Incidí el cuero cabelludo
sobre la zona parietal derecha, lo suficiente para permitirme apoyar la punta
deltrépano en el hueso. La expectación en el quirófano era enorme entre los más
de veinte espectadores, entre alumnos y médicos. Perforar un hueso plano no es
sencillo, y tratar de hacerlo con timidez un disparate. En consecuencia, giré
la manivela con rapidez con una mano mientras, con la otra, hacía presión y
fuerza. Seguían las convulsiones del paciente cuando la punta del trépano halló
el vacío traductor de haber penetrado ya en la cavidad craneal. Detuve mi
acción y saqué el instrumento esperando ver manar un chorretón de sangre negra,
el derrame sanguinolento que la ocupaba. La tención de todos era máxima y allí
no ocurría nada: una mísera gota de sangre roja babeaba por la herida mientras
se recrudecían los terribles espasmos del accidentado.
—No puede ser... —dije para mí mismo—. Los signos son
incontrovertibles: las convulsiones, contractura, miosis, taquicardia y
respiración pausada traducen el sufrimiento cerebral producido por una
hemorragia intracraneal postraumática. Por este orificio debería salir sangre.
A no ser que...
Una súbita luz iluminó mi mente. Tal vez había trepanado en
sitio equivocado. Busqué el parietal derecho al ser el lado derecho el que
padecía las fuertes convulsiones, pero en el organismo las cosas no son como
parecen.
—Rápido —chillé—. ¡Escalpelo!
Un ayudante me lo facilitó. Incidí esta vez en la otra
parte del cráneo, en el lado izquierdo. Ahora fui expeditivo, pues aparecían
los primeros estertores y los ojos virados del paciente mostraban las albas
conjuntivas. Apliqué la broca y la hice girar con furia. El tiempo se acababa,
ese oro al que hice referencia, el que marca la diferencia entre vivir y morir,
ser o no ser. Al perforar hasta no hallar resistencia, incluso sin extraer el
trépano, ya manó de la herida sangre en abundancia. Al retirar el taladro brotó
por el orificio un surtidor negruzco que manchó el techo y me empapó manos y
rostro. Surgían en confuso tropel sangre y coágulos mientras el enfermo parecía
serenarse. Se llenó una batea grande, casi medio azumbre. Dos alumnos jóvenes
se desmayaron y hubieron de tumbarse en el patio. Mejor así. La profesión de
cirujano es dura y no apta para cualquiera. Más vale saber a tiempo que no vales,
a conocer la triste realidad con veinticinco años y mil horas de estudio. En
medio de un silencio absoluto cesaron las convulsiones, se distendió el rostro
del enfermo y sus ojos se abrieron. Eran aún vidriosos, como los de una oveja
que va al degolladero, pero reflejaban vida otra vez. Lavé la herida con vino
caliente, coloqué una mecha de gasa empapada en vinagre diluido dentro de ambos
orificios y vendé la cabeza. El accidentado había recuperado la conciencia, si
bien se veía obnubilado (Página 111).
La trepanación es una escisión mediante
cirugía de un fragmento de hueso del cráneo en forma de disco,
Tras haber sufrido un traumatismo
craneoencefálico (tras una caída desde altura) sospechaba por los síntomas (pupilas,
respiración, convulsiones) que tenía una hemorragia cerebral tras liberar la
tensión se solucionan los síntomas.
Actualmente en caso de hemorragia
cerebral puede intervenirse o si es muy pequeña o demasiado grande, esperar que
se reabsorba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario