Mi primer caso de estruma lo operé en 963. La estruma, o
bocio de Galeno, es mal que afecta al cuello a la altura de la nuez, se
manifiesta en forma de tumor lobulado o redondeado, blando, y produce, además
de las molestias propias de una masa en el pescuezo que impide la deglución,
síntomas somáticos. A veces se acompaña de exoftalmia — que es la protuberancia
del globo ocular —, casi siempre de adelgazamiento y diarrea y siempre de
nerviosismo que impide el sueño. Su diagnóstico es fácil. Por ello, al ver
aparecer ante mi puerta a un caballero alto y delgado, inquieto y sudoroso, que
se agitaba como un sauce llorón delante de una brisa, de tez bermeja y una
protuberancia a la altura de la nuez del tamaño de un huevo de gallina, no
dudé. Lo invité a sentarse e inicié la anamnesis. (…)A la palpación el tumor
era tenso, renitente, doloroso, se acompasaba al ritmo deglutorio y dejaba una
señal cutánea al intento de rasgado con la uña.
—Vuesa merced padece un bocio tóxico —manifesté—. No existe
la menor duda. Su tratamiento exige tiempo, cierta medicación y algo que no sé
si tendréis: reposo y paz.
—Coincidís en el diagnóstico con mi físico de Gandía
—aseguró—. El tratamiento que me prescribió hace ya tiempo fue también
parecido. Llevo varios meses tomando ciertas pócimas que, no sólo no menguan un
ápice mis molestias, antes las acentúan. El tumor ha crecido impidiéndome
tragar, respirar y dormir con fundamento. He perdido cualquier clase de
apetito. Me posee la angustia que os referí y que va a más. Ni tengo paz, ni he
venido desde tan lejos buscando un brebaje de hierbas. Me han dicho que sois
cirujano.
—Lo soy —afirmé—. E igual os digo que nadie hasta aquí, al
menos en Occidente y que yo sepa, ha resuelto un bocio de manera quirúrgica.
—A pesar de vuestra juventud, me aseguran que tenéis
experiencia. Fuisteis cirujano del califa, que Dios haya acogido en su seno, y
conocéis diferentes técnicas operatorias de vuestros viajes. En todo Levante se
habla de vos con gran respeto. He venido con la firme decisión de ponerme en
vuestras manos. No es posible vivir de esta manera. (…)A la palpación el tumor
era tenso, renitente, doloroso, se acompasaba al ritmo deglutorio y dejaba una
señal cutánea al intento de rasgado con la uña.
—Vuesa merced padece un bocio tóxico —manifesté—. No existe
la menor duda. Su tratamiento exige tiempo, cierta medicación y algo que no sé
si tendréis: reposo y paz.
—Coincidís en el diagnóstico con mi físico de Gandía
—aseguró—. El tratamiento que me prescribió hace ya tiempo fue también
parecido. Llevo varios meses tomando ciertas pócimas que, no sólo no menguan un
ápice mis molestias, antes las acentúan. El tumor ha crecido impidiéndome
tragar, respirar y dormir con fundamento. He perdido cualquier clase de
apetito. Me posee la angustia que os referí y que va a más. Ni tengo paz, ni he
venido desde tan lejos buscando un brebaje de hierbas. Me han dicho que sois
cirujano.
—Lo soy —afirmé—. E igual os digo que nadie hasta aquí, al
menos en Occidente y que yo sepa, ha resuelto un bocio de manera quirúrgica.
—A pesar de vuestra juventud, me aseguran que tenéis
experiencia. Fuisteis cirujano del califa, que Dios haya acogido en su seno, y
conocéis diferentes técnicas operatorias de vuestros viajes. En todo Levante se
habla de vos con gran respeto. He venido con la firme decisión de ponerme en
vuestras manos. No es posible vivir de esta manera. (…)Sin más que hablar y
tras aceptar todas mis sugerencias, el paciente quedó ingresado en una de las
habitaciones más tranquilas del hospital, que daba al patio. Le asigné un
enfermero que velaba por el cumplimiento de mis indicaciones. Durante veinte
días permaneció en reposo, sólo salía a la quietud del jardín interior, entre
limoneros, naranjos, magnolios y azaleas. Leía sin cesar, pues era culto. Cinco
veces al día, con cada comida administrada con parquedad, tomaba una taza de un
cocimiento tibio de hinojo, ruda y abrótano, hierbas que, según Hipócrates,
combaten los tóxicos que produce la estruma.(…)Llegó el día de la operación, un
verdadero acontecimiento quirúrgico que presenciaron Al-Qurtubí y una decena de
cirujanos jóvenes. Colaboraron mis dos ayudantes de confianza, expertos ya en
toda clase de intervenciones, y un principiante que se ocupaba de dosificar el
anestésico.
La estrumectomía fue un éxito que superó cualquier
expectativa. Como siempre, el instrumental se había hervido en agua avinagrada.
Es algo nunca hecho hasta aquí pero del más elemental sentido común: si lavamos
el tenedor que pincha la tajada, el cuchillo que la corta y el plato donde comemos
nuestros alimentos, ¿no habremos de enjuagar el escalpelo que corta nuestra
piel? Del mismo modo, hacía tiempo ya que todos los miembros de mi equipo nos
lavábamos a conciencia las manos y nos recortábamos y cepillábamos las uñas
aunque la intervención no fuese oftalmológica. Además, oler a limpio reconforta
al paciente. Tras adormecer al enfermo profundamente, haciendo que inhalara de
la esponja soporífera más de quince minutos, practiqué en la piel de su cuello,
por debajo de la tumoración, una incisión elíptica. La campana de una cercana
clepsidra resonó nueve veces. El paciente, amarrado con ligaduras, se conmovió
ligeramente. Ordené aumentar la dosificación del anestésico mientras coagulaba
con el cauterio varias venas sangrantes. La capa muscular, conocida por mí de
mis disecciones experimentales, era tan laxa a ese nivel que pude separarla sin
necesidad de cortar, simplemente con los dedos. Después, todo fue más fácil de
lo que había supuesto. Un auxiliar enfocó sobre el campo operatorio la luz solar
que se reflejaba en un espejo. Una masa rojiza, granulosa, mayor de lo
previsto, se ofreció a mis ojos como en un alumbramiento la cabeza del feto al
asomar por el canal del parto. Inverosímilmente la rodeé con un dedo para
liberarla de adherencias y quedó a mi merced, prácticamente suelta. Una parte
se fijaba a la tráquea y al hueso hioides y otra profundizaba detrás del
esternón. Extraje la porción caudal con suavidad, utilizando un índice. La
parte conectada a la tráquea no lo era íntimamente. Sabía de mis experimentos
que la glándula hipertrofiada que conforma el bocio recibe su vascularización
de cuatro arterias, dos en cada polo, superior e inferior. El paciente emitió
un sordo quejido cuando tiré del tumor tratando de individualizarlas. Sin
inmutarme —la frialdad es inherente y obligatoria en cirugía, tanto como la
rapidez—, lo conseguí con cierto esfuerzo, pero allí estaban: una pequeña
arteria pulsante y su vena correspondiente por cuadrante. Pasé cuatro ligaduras
de seda, que amarré con fuerza, seccioné los vasos y extraje con la mayor
facilidad el tumor en medio del asombro general y el mío propio. Repasé con el
cauterio los puntos sangrantes, dejé un drenaje de esponjosa gasa para prevenir
acúmulos de sangre o linfa, cosí la piel y coloqué un apósito. No eran las
diez. ¡En menos de una hora había operado mi primer bocio tóxico! El
postoperatorio fue muy bueno. El paciente se levantó aquella misma tarde.
Cambié el apósito al segundo día y retiré el drenaje. Al cuarto apareció
supuración en la zona donde se hallaba aquél. Era un pus amarillento, seroso,
poco trabado, que se fue diluyendo con las curas y desapareció el octavo día,
cuando quité los puntos. Quedó una cicatriz plana, limpia, indolora. Cuando se
vio delante del espejo el valenciano, sus ojos se llenaron de lágrimas. Se
abrazó a su mujer. Le contagió sus lágrimas y consiguió emocionarme a mí
también (Página 98).
Estruma es un bocio, un aumento de
la glándula tiroides. Hablan dentro del bocio que el paciente tenía un hipertiroidismo por que los síntomas son: exoftalmos
(se salen los ojos como para fuera), adelgazamiento, inquietud e insomnio.
Nuevamente se habla de lavado de
manos, de desinfección del material quirúrgico y de anestesia.
Actualmente aunque con métodos más
avanzados se sigue extirpando el tiroides y se denomina tiroidectomía.
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