Ante mis ojos apareció un grueso
divieso perineal, junto al rafe medio. Contemplé su cráter verdoso
del contenido purulento, las laderas levantadas, rojizas, y la base
dura e inflamada. Estaba ya maduro para la dilatación. Cesé en mi
acción y ordené al califa que se incorporara.
—Padeces un molesto divieso en salva
sea la parte, mi señor. Es precisamente el cabalgar lo que lo ha
provocado.
—No me lo digas —dijo, torciendo el
gesto—. Hace unos años padecí un flemón en parecido lugar y no
quiero acordarme del sufrimiento que me dio, ni del inepto
cirujano-barbero que lo abrió, que Alá confunda. Vi las estrellas
de ambos hemisferios y la luna en sus fases completas.—Si colaboras
no sufrirás el menor daño —afirmé.
—No te creo. Me temo que habré de
padecer...
—No lo harás, señor —aseguré—.
Necesito un diván donde puedas tumbarte y alguien que nos ayude a
separar: tus nalgas.
—Naira servirá para eso —dijo con
la vista nublada.
Tras llamar a la enfermera ocasional,
fuimos a un saloncito anejo donde había una otomana grande. Naira
colocó un paño sobre ella y el califa se tumbó boca abajo mientras
yo cargaba de anestésico la esponja. Cuando estuvo dispuesta, la
coloqué en sus manos y ordené que respirara profundamente a través
de ella.
—Se trata de un producto de olor
desagradable pero que tiene efectos anestésicos —le informé—.
Sentirás alguna molestia soportable, mi señor. Todo será muy
rápido.
Tras docena y media de inhalaciones,
calculé que el narcótico hada su efecto y ordené a Naira que
separara ambos glúteos con sus manos antes de dar un profundo y
decidido tajo con el escalpelo sobre el cráter abombado y caliente.
Abderrahmán lanzó un débil quejido mientras un chorro maloliente
de sangre y pus trabada erupcionaba por el orificio lo mismo que lava
de un volcán. Dilaté con la pinza de forma que no quedara magma
putrefacto en lo profundo, introduje en la herida la punta de una
gasa empapada en vinagre diluido y coloqué un apósito que fijé con
venda. El califa volvía a la realidad, como después de un sueño.
—¿Ya está? —preguntó con los
ojos en blanco.
—Siento haberte dañado, señor. Pero
fue necesario: todo ese pus infecto criabas dentro de ti —afirmé,
señalando el paño bañado en pus sanguinolento.
—Tan sólo noté un leve y lejano
dolor cuando cortaste —aseguró—. Ahora puedo moverme sin
molestias. ¡Apenas siento nada!
Durante una semana hice las curas. El
truco en un absceso abierto es diferir la primera cuarenta y ocho
horas, como mejor forma de ablandar los tejidos y no causar dolor o
un dolor mínimo. De aquella forma obré. A los ocho días, la zona,
indolora, presentaba un aspecto casi normal, con buen color y restos
de la incisión que cicatrizaba sin problemas. Dije al califa que ya
podía reanudar sus baños (Página 72).
Aquí habla de un
absceso ano rectal.
Comenta la
infección, que lo abre, lo limpia y deja una gasa para que no cierre
por segunda intención y lo sigue curando todos los días
Actualmente se
hace igual aunque se utilizan productos como el suero fisiológico,
cremas antibióticas y no vinagre como usaban ellos