martes, 8 de abril de 2014

Médicos que aparecen en el libro.


 En el libro aparecen médicos de distintas ramas de la medicina. Algunos de estos médicos eran reales como sucede con Abul Qasim,el protagonista, más conocido como Abulcasis que fue un médico y científico andalusí considerado el Padre de la cirugía; Al-Razi, que fue un sabio persa, médico, filósofo, y académico que realizó aportes fundamentales y duraderos a la medicina, ya que descubrió el ácido sulfúrico y el etanol así como su refinamiento y uso en medicina; Hasdai Ibn Shaprut que fue un médico y diplomático judio de Al- Ándalus; o Ibn Ridwan y Abdul Omar Ibn SafiSin embargo hay médicos que aparecen en el libro y que en la vida real nunca han existido como son Manuel Mendes, un director de cine y teatro británico; o Benito Itoiz.

Instrumentos quirúrgicos.



SEPARADOR

 Instrumento que se utiliza para desvincular tejidos y poder realizar la operación. Hay varios tipos.

 


ESCOPLO

Instrumento metálico que consta de un mango y de una hoja acabada en bisel, que se utiliza en cirugía ósea para tallar el hueso, percutiendo con una maza o un martillo.





GUBIA

 Bisel hueco que se emplea para cortar y extraer hueso.

 ERINA

Instrumento metálico de uno o dos ganchos , que utilizan los anatómicos y los cirujanos para sujetar las partes sobre las que operan, o apartarlas de la acción de los instrumentos, a fin de mantener separados los tejidos en una operación.



SONDA DE COBRE

Puede ser nasogástrica, normalmente de PVC, plástico o hule, que se introduce a través de la nariz (o la boca) en el estómago pasando por el esófago, o vesical, también llamado catéter, que es un dispositivo de forma tubular que puede ser introducido dentro de un tejido o vena. Los catéteres permiten la inyección de fármacos, el drenaje de líquidos o bien el acceso de otros instrumentos médicos.



ESCALPELO

Instrumento en forma de cuchillo pequeño, de hoja fina, puntiaguda, de uno o dos cortes, que se usa en las disecciones anatómicas, autopsias y vivisecciones.


 
SIERRA

 Utensilio que se puede utilizar para ver a través del cráneo.




 VALVA

Instrumento en forma de lámina curva doblada, que se utiliza para separar los bordes de una incisión quirúrgica.



 CAUTERIZADOR

Utensilio que se utiliza para quemar una herida o destruir un tejido con una sustancia cáustica, un objeto candente o aplicando corriente eléctrica.



 CUCHARILLAS CORTANTES

 Instrumento que se utiliza para la extirpación.




 LITOTRITOR

Utensilio utilizado para la operación de pulverizar o desmenuzar, dentro de las vías urinarias, el riñón o la vesícula biliar, las piedras o cálculos que allí haya, a fin de que puedan salir por la uretra o las vías biliares según el caso.




 ESPÉCULO

Instrumento que se emplea para examinar por la reflexión luminosa ciertas cavidades del cuerpo.



PUNZÓN

Instrumento de hierro o de otro material rematado en punta, que sirve para abrir agujeros.




 TENAZA DENTAL

 Instrumento de metal, compuesto de dos brazos trabados por un clavillo o eje que permite abrirlos y volverlos a cerrar, que se usa para extraer piezas dentales.



 LENTE DE AUMENTO

Instrumento similar a una lupa que sirve para aumentar la visión en una cirugía.



 TALADRO

 Herramienta aguda o cortante con que se agujerea.




 TRÉPANO

 Instrumento que se utiliza para horadar el cráneo u otro hueso con fin curativo o diagnóstico.




 APÓSITO

 Remedio que se aplica exteriormente, sujetándolo con paños, vendas, etc.



 ESPONJA SOPORÍFERA

 Esponja impregnada con una preparación de opio, beleño y mandrágora.





domingo, 6 de abril de 2014

Tiroidectomía.

Llegó el día de la intervención de estruma. La paciente era una mujer delgada que había sido obesa. Su bocio era muy grande. La tuve nueve días con mi tratamiento, que logró disminuir algo el tumor. Tras dormir a la paciente con la esponja soporífera y con la técnica descrita en otra parte, logré una tumorectomía subtotal, dejando en los cuatro polos de la víscera un muñón de tejido. La enferma apenas se quejó y ello hizo enmudecer de asombro a los presentes en el quirófano: un grupo de médicos encabezados por Avicena y doce escogidos estudiantes, pues no cabían más. Me ayudó Carmen, pues me negué a efectuar la intervención si no era con mi equipo (Página 183).

Se trata de otra intervención de bocio, es decir, tiroidectomía  (extirpación de la glándula tiroides).

Mordedura de víbora.

—¡A un camellero lo ha mordido una víbora!
Fui a la carrera seguido por Carmen. Tendido en una manta, sobre la arena, un árabe cetrino de color, enjuto, con la barba afilada, reflejaba en sus ojos muy abiertos terror más que dolor. Un compañero le secaba la frente del sudor con un paño negruzco. A media vara, sobre el suelo pedregoso, yacía muerta una gran víbora cornuda, habitante normal de los desiertos.
— ¿Cómo ocurrió? —pregunté.
—No vio a la serpiente y la pisó —dijo uno.
— ¿Dónde fue la mordida?
El herido la mostró alzándose la túnica: dos simétricas muescas, como señas de alfileres violáceos, marcaban la pantorrilla a media pierna. No sangraban.
— ¡Rápido! —ordené—. ¡Quitadle la chilaba, haced un fuego y poned agua a calentar!
Me aproximé al yaciente, coloqué un torniquete en la raíz del muslo usando una sábana, le cogí el miembro herido y, aplicando la boca, succioné con fuerza en los orificios tratando de aspirar todo el veneno posible que quedara en la herida. Tras escupir, de un veloz tajo, abrí la piel entre las muescas con la gumía que saqué del cinto ocasionando una gran hemorragia. El camellero apretó los dientes pero no se quejó. Todos quedamos expectantes. Al cabo de unos minutos pareció adormilarse. El veneno que había logrado pasar al torrente sanguíneo hacía su efecto. Al poco se aceleró su latido cardiaco en la canal del pulso. Tardó en reaccionar quince minutos. Lentamente se fue despejando, abrió los ojos y sonrió. Dejé que sangrara libremente y al menguar la hemorragia lavé la herida con agua caliente y la vendé dejándola abierta, sin dar puntos. Le tomé el pulso: era firme y de normal cadencia. A la media hora se levantó y, por su pie, regresó a su camello para seguir faenando. Se me aproximó el jefe de la expedición, un obeso persa de bigote atigrado, gran papada de buey y ojos tan verdes como la malaquita.
—Gracias, hakim. Hace tres caravanas enterramos al último afecto de mordedura de víbora.
—La víbora cornuda es muy venenosa —aseguré—. Su mordedura suele ser mortal, a no ser que se actúe con decisión y rapidez (Pagina 178).

Se trata de una mordedura de víbora, cuyo veneno es mortal.

Actualmente en las regiones donde existen estas serpientes, determinados centros sanitarios disponen de antídotos, pero la técnica de torniquete para evitar que el veneno avance y el corte para que sangre podrían aplicarse.

Embalsamamiento.

Frente a cada taller había una piscina en la que flotaban los cuerpos de los fallecidos, dispuestos ya para macerarse. Contenían un líquido especial que no pude identificar y sobre cuya composición no me atreví a inquirir. Antes de pasar a los estanques eran trabajados de manera ritual: abrían los cadáveres por el abdomen y el tórax, los vaciaban de sus vísceras, que guardaban en urnas cinerarias numeradas para evitar confusiones, seccionaban sus venas yugulares y los colgaban de los talones con un gancho, lo mismo que una res. Inmersos en una mezcla de confusión, asombro y pánico contemplamos la larga hilera de cuerpos abiertos en canal, pálidos por lo exangüe, colgados por los pies como sacrificados por un tirano cruel. Al quedar completamente desangrados los depositaban en las piscinas durante ocho días. La apertura del cráneo era distinta. Accedían a la cavidad cefálica introduciendo un trépano por los orificios nasales, sin dañar la cubierta ósea. Ya dentro, convertían el cerebro en una pulpa que extraían aspirando con una cánula de caña de bambú. Macerados los cuerpos, las pieles adquirían calidad marmórea, blanco mate, con independencia de la raza. Eran como los cueros teñidos en una tenería: todos azules, rojos o amarillos, sin traer cuenta de que fuesen de vaca, carnero u oveja. Vaciados los cadáveres, los rellenaban con estopa de lino empapada en bálsamos distintos con arreglo al precio estipulado. Un técnico entrenado se ocupaba de rellenar los cráneos mediante un estilete. Se utilizaban aromas de mirra, narciso y nardo, los más caros. Los más pobres se conformaban con jazmín y rosa, pero eran pocos: ante la muerte había quien malvendía su casa para que sus finados viajasen cómodos y aromados hasta la eternidad. La última fase del embalsamamiento era la inyección en las venas de conservantes especiales cuyos ingredientes eran varios y ocultos. Por fin se amortajaba el cuerpo con tela nueva, encerada, cubriéndose con sucesivas capas antes de entregarlo a los deudos —junto con la urna visceral— para que se ocupasen de su inhumación en féretros no al modo islamita, abiertos, sino cubiertos por una tapa hermética (Pagina 168).

Hablan del embalsamamiento de los cadáveres que se realizaban en esta época.
Actualmente se realizan en otras culturas o en casos excepcionales.

Oclusión intestinal.

—No existe duda alguna —sostuve—. Vuestro hijo padece cólico miserere.
Los dos se echaron a llorar al mismo tiempo, como el convicto de leso crimen al escuchar de labios del caíd su sentencia de muerte. Hasta el pobre muchacho pareció arreciar en sus gemidos lastimeros al oír el veredicto.
—Sabéis mejor que yo lo que ello significa —dije—. Soluciones hay pocas: dejarlo morir en la paz de Alá o intentar una nueva técnica que estoy desarrollando. Puede intentarse, pero no os garantizo nada. Además el mal va muy avanzado.
—Haz lo que debas, hakim —dijo el padre—. Sabemos que si alguien puede salvar a nuestro hijo ése eres tú.
—Manos a la obra pues.
Mis ayudantes y Carmen, quien dirigía la anestesia, se hallaban ya dispuestos. Mientras lavaba mis manos pensaba en las novedosas líneas de ataque que había diseñado. En realidad eran muy simples, puro sentido común: si el peritoneo se hallaba invadido de pus, lo trataría como un enorme absceso. El fracaso en anteriores tratamientos del miserere era debido, según mi parecer, a errores de concepto. El cólico no era una entidad médica, sino quirúrgica. Galeno lo trataba con purgantes y Al-Razi con sangrías. Yo lo haría con el escalpelo.
Ordené salir a la pareja. Amarraron al joven a la mesa, prepararon mechas empapadas en agua caliente avinagrada y me dispuse a actuar sobre el punto de la piel del abdomen más doloroso, casi fluctuante: la fosa iliaca derecha, cuatro dedos por encima de la espina del íleon, el hueso en forma de ala que compone las caderas. Esperé tiempo antes de incidir con decisión. Cuando la respiración se hizo pausada y se ablandó el músculo, a un pequeño gesto de Carmen, que manejaba la esponja, sajé la piel con generosidad, un palmo largo. El muchacho se quejó, contrayéndose, pero no volvió a hacerlo. Cautericé con rapidez dos vasos que sangraban y, con los dedos, separé la capa muscular a lo largo del músculo que Galeno llama rectus. A mis ojos se ofreció, lisa y brillante, la capa serosa que conforma el peritoneo. Dejaba traslucir por transparencia el líquido verdoso que la llenaba: pus franco. Lo demás fue sencillo: corté con tijera la telilla al tiempo que evitaba impregnarme la cara del chorro purulento que salpicó hasta el techo. Un olor nauseabundo llenó la estancia. Metí la mano dentro de la cavidad caliente y húmeda, palpando vísceras e intestinos, dando salida al aluvión de miasmas pútridas. Se llenó de pus cremoso y fétido una batea en la que cabía medio azumbre. Lavé la cavidad con agua jabonosa muy caliente y torné a evacuar los restos corrompidos removiendo las asas intestinales con los dedos. Fue entonces cuando palpé una masa dura, una especie de aglomerado purulento que surgía del intestino ciego. Pasé una ligadura de len grueso sobre su base y lo extirpé. Evacuado el absceso, la intervención estaba concluida: dejé dentro de la cavidad, en todas direcciones, nueve gruesas mechas de gasa impregnada en vinagre y, sin dar puntos, para no interferir en la espontánea salida de pus, coloqué un gran apósito rodeando la cintura firmemente para evitar que saliesen las tripas. Mientras enjuagaba mis manos en vino y agua jabonosa caliente para evitar la contaminación, el paciente parecía revivir. Lo trasladaron a la sala de hombres mientras yo salía fuera para hablar con los padres.
—Es pronto para sacar conclusiones y detesto hacer pronósticos —dije—, pero mi primera impresión es buena. De momento el paciente está bien. Se ha drenado una ingente cantidad del pus causante del mal. Voy a dejarlo algún tiempo en el maristán, donde será vigilado y se harán las curas pertinentes. Confiemos en Alá.
—Bendito sea su nombre —exclamaron a la vez, besándome las manos.
El muchacho tardó en recuperarse, pero lo hizo. Fueron once semanas de tensa expectación y curas diarias, retirando gradualmente las mechas. La supuración fue amenguando y cediendo la fiebre. El enfermo se levantó a la semana y defecó espontáneamente a los seis días. Todo ese tiempo estuvo a dieta estricta: agua de arroz azucarada y hierba de reseda, que tiene la potestad de ayudar a mover el tubo digestivo. Por primera vez en mi vida me sentí un elegido de los dioses: era capaz de vencer un mal tenido por incurable (Página 152).

Se trata de una oclusión intestinal. El tratamiento suele ser quirúrgico. El tratamiento implica la colocación de una sonda a través de la nariz hasta el estómago o el intestino para ayudar a aliviar la hinchazón (distensión) abdominal y el vómito. El vólvulo del intestino grueso se puede tratar pasando una sonda hasta el recto.
Se puede necesitar cirugía para aliviar la obstrucción si la sonda nasogástrica no alivia los síntomas o si hay signos de necrosis.

Sífilis.

—Tengo un mal que me incomoda desde hace algunos días y que va a más.
Le pedí que me mostrara la parte afecta. Se alzó la túnica y descubrió en una de sus ingles una masa enrojecida, levantada, del tamaño de un huevo de paloma. La piel que lo cubría, distendida y brillante, no era muy dolorosa a la palpación. Era blanda, pastosa, fluctuando ya, esperando el momento de que hablara el escalpelo.
—Padeces una buba venérea, señor.
— ¿Venérea?
—En el Oriente se denomina desde épocas remotas «mal de mujer», pues se piensa que son ellas las que lo transmiten con la fornicación. (…)
—-¿Qué harás?
—Relájate, señor. Debo dilatar el absceso, pero no sentirás dolor en absoluto.
— ¿Estás seguro?
—Como que ahora es de día.
—Adelante pues.
Ordené que se tumbara en un diván mientras preparaba el escalpelo e impregnaba con una buena carga la esponja. Vino una esclava que iba a hacer las veces de ayudante. Era un caso sencillo, de esos que ni siquiera requieren anestesia. Los bubones venéreos apenas la precisan. Inhaló el anestésico que mantenía la esclava ante sus napias y dejé que pasaran varios minutos. Sólo cuando dormía plácidamente practiqué la incisión. Evacué gran cantidad de pus amarillento y dejé una mecha de gasa para que drenara y no cerrara en falso. Puse un vendaje a manera de ángulo. Me lavé las manos en una palangana que, con agua jabonosa caliente, ordené dispusiese la esclava. Cuando despertó hube de convencerle de que estaba operado.
—No puede ser... —dijo—. Fue tal como dijiste. No sentí nada.
—Deberé curarte pasado mañana y en días sucesivos, señor (Página 141).

Se trata de sífilis, una enfermedad de transmisión sexual.
Actualmente hay menos casos que en la antigüedad pero siguen existiendo por prácticas sexuales de riesgo.