martes, 8 de abril de 2014

Médicos que aparecen en el libro.


 En el libro aparecen médicos de distintas ramas de la medicina. Algunos de estos médicos eran reales como sucede con Abul Qasim,el protagonista, más conocido como Abulcasis que fue un médico y científico andalusí considerado el Padre de la cirugía; Al-Razi, que fue un sabio persa, médico, filósofo, y académico que realizó aportes fundamentales y duraderos a la medicina, ya que descubrió el ácido sulfúrico y el etanol así como su refinamiento y uso en medicina; Hasdai Ibn Shaprut que fue un médico y diplomático judio de Al- Ándalus; o Ibn Ridwan y Abdul Omar Ibn SafiSin embargo hay médicos que aparecen en el libro y que en la vida real nunca han existido como son Manuel Mendes, un director de cine y teatro británico; o Benito Itoiz.

Instrumentos quirúrgicos.



SEPARADOR

 Instrumento que se utiliza para desvincular tejidos y poder realizar la operación. Hay varios tipos.

 


ESCOPLO

Instrumento metálico que consta de un mango y de una hoja acabada en bisel, que se utiliza en cirugía ósea para tallar el hueso, percutiendo con una maza o un martillo.





GUBIA

 Bisel hueco que se emplea para cortar y extraer hueso.

 ERINA

Instrumento metálico de uno o dos ganchos , que utilizan los anatómicos y los cirujanos para sujetar las partes sobre las que operan, o apartarlas de la acción de los instrumentos, a fin de mantener separados los tejidos en una operación.



SONDA DE COBRE

Puede ser nasogástrica, normalmente de PVC, plástico o hule, que se introduce a través de la nariz (o la boca) en el estómago pasando por el esófago, o vesical, también llamado catéter, que es un dispositivo de forma tubular que puede ser introducido dentro de un tejido o vena. Los catéteres permiten la inyección de fármacos, el drenaje de líquidos o bien el acceso de otros instrumentos médicos.



ESCALPELO

Instrumento en forma de cuchillo pequeño, de hoja fina, puntiaguda, de uno o dos cortes, que se usa en las disecciones anatómicas, autopsias y vivisecciones.


 
SIERRA

 Utensilio que se puede utilizar para ver a través del cráneo.




 VALVA

Instrumento en forma de lámina curva doblada, que se utiliza para separar los bordes de una incisión quirúrgica.



 CAUTERIZADOR

Utensilio que se utiliza para quemar una herida o destruir un tejido con una sustancia cáustica, un objeto candente o aplicando corriente eléctrica.



 CUCHARILLAS CORTANTES

 Instrumento que se utiliza para la extirpación.




 LITOTRITOR

Utensilio utilizado para la operación de pulverizar o desmenuzar, dentro de las vías urinarias, el riñón o la vesícula biliar, las piedras o cálculos que allí haya, a fin de que puedan salir por la uretra o las vías biliares según el caso.




 ESPÉCULO

Instrumento que se emplea para examinar por la reflexión luminosa ciertas cavidades del cuerpo.



PUNZÓN

Instrumento de hierro o de otro material rematado en punta, que sirve para abrir agujeros.




 TENAZA DENTAL

 Instrumento de metal, compuesto de dos brazos trabados por un clavillo o eje que permite abrirlos y volverlos a cerrar, que se usa para extraer piezas dentales.



 LENTE DE AUMENTO

Instrumento similar a una lupa que sirve para aumentar la visión en una cirugía.



 TALADRO

 Herramienta aguda o cortante con que se agujerea.




 TRÉPANO

 Instrumento que se utiliza para horadar el cráneo u otro hueso con fin curativo o diagnóstico.




 APÓSITO

 Remedio que se aplica exteriormente, sujetándolo con paños, vendas, etc.



 ESPONJA SOPORÍFERA

 Esponja impregnada con una preparación de opio, beleño y mandrágora.





domingo, 6 de abril de 2014

Tiroidectomía.

Llegó el día de la intervención de estruma. La paciente era una mujer delgada que había sido obesa. Su bocio era muy grande. La tuve nueve días con mi tratamiento, que logró disminuir algo el tumor. Tras dormir a la paciente con la esponja soporífera y con la técnica descrita en otra parte, logré una tumorectomía subtotal, dejando en los cuatro polos de la víscera un muñón de tejido. La enferma apenas se quejó y ello hizo enmudecer de asombro a los presentes en el quirófano: un grupo de médicos encabezados por Avicena y doce escogidos estudiantes, pues no cabían más. Me ayudó Carmen, pues me negué a efectuar la intervención si no era con mi equipo (Página 183).

Se trata de otra intervención de bocio, es decir, tiroidectomía  (extirpación de la glándula tiroides).

Mordedura de víbora.

—¡A un camellero lo ha mordido una víbora!
Fui a la carrera seguido por Carmen. Tendido en una manta, sobre la arena, un árabe cetrino de color, enjuto, con la barba afilada, reflejaba en sus ojos muy abiertos terror más que dolor. Un compañero le secaba la frente del sudor con un paño negruzco. A media vara, sobre el suelo pedregoso, yacía muerta una gran víbora cornuda, habitante normal de los desiertos.
— ¿Cómo ocurrió? —pregunté.
—No vio a la serpiente y la pisó —dijo uno.
— ¿Dónde fue la mordida?
El herido la mostró alzándose la túnica: dos simétricas muescas, como señas de alfileres violáceos, marcaban la pantorrilla a media pierna. No sangraban.
— ¡Rápido! —ordené—. ¡Quitadle la chilaba, haced un fuego y poned agua a calentar!
Me aproximé al yaciente, coloqué un torniquete en la raíz del muslo usando una sábana, le cogí el miembro herido y, aplicando la boca, succioné con fuerza en los orificios tratando de aspirar todo el veneno posible que quedara en la herida. Tras escupir, de un veloz tajo, abrí la piel entre las muescas con la gumía que saqué del cinto ocasionando una gran hemorragia. El camellero apretó los dientes pero no se quejó. Todos quedamos expectantes. Al cabo de unos minutos pareció adormilarse. El veneno que había logrado pasar al torrente sanguíneo hacía su efecto. Al poco se aceleró su latido cardiaco en la canal del pulso. Tardó en reaccionar quince minutos. Lentamente se fue despejando, abrió los ojos y sonrió. Dejé que sangrara libremente y al menguar la hemorragia lavé la herida con agua caliente y la vendé dejándola abierta, sin dar puntos. Le tomé el pulso: era firme y de normal cadencia. A la media hora se levantó y, por su pie, regresó a su camello para seguir faenando. Se me aproximó el jefe de la expedición, un obeso persa de bigote atigrado, gran papada de buey y ojos tan verdes como la malaquita.
—Gracias, hakim. Hace tres caravanas enterramos al último afecto de mordedura de víbora.
—La víbora cornuda es muy venenosa —aseguré—. Su mordedura suele ser mortal, a no ser que se actúe con decisión y rapidez (Pagina 178).

Se trata de una mordedura de víbora, cuyo veneno es mortal.

Actualmente en las regiones donde existen estas serpientes, determinados centros sanitarios disponen de antídotos, pero la técnica de torniquete para evitar que el veneno avance y el corte para que sangre podrían aplicarse.

Embalsamamiento.

Frente a cada taller había una piscina en la que flotaban los cuerpos de los fallecidos, dispuestos ya para macerarse. Contenían un líquido especial que no pude identificar y sobre cuya composición no me atreví a inquirir. Antes de pasar a los estanques eran trabajados de manera ritual: abrían los cadáveres por el abdomen y el tórax, los vaciaban de sus vísceras, que guardaban en urnas cinerarias numeradas para evitar confusiones, seccionaban sus venas yugulares y los colgaban de los talones con un gancho, lo mismo que una res. Inmersos en una mezcla de confusión, asombro y pánico contemplamos la larga hilera de cuerpos abiertos en canal, pálidos por lo exangüe, colgados por los pies como sacrificados por un tirano cruel. Al quedar completamente desangrados los depositaban en las piscinas durante ocho días. La apertura del cráneo era distinta. Accedían a la cavidad cefálica introduciendo un trépano por los orificios nasales, sin dañar la cubierta ósea. Ya dentro, convertían el cerebro en una pulpa que extraían aspirando con una cánula de caña de bambú. Macerados los cuerpos, las pieles adquirían calidad marmórea, blanco mate, con independencia de la raza. Eran como los cueros teñidos en una tenería: todos azules, rojos o amarillos, sin traer cuenta de que fuesen de vaca, carnero u oveja. Vaciados los cadáveres, los rellenaban con estopa de lino empapada en bálsamos distintos con arreglo al precio estipulado. Un técnico entrenado se ocupaba de rellenar los cráneos mediante un estilete. Se utilizaban aromas de mirra, narciso y nardo, los más caros. Los más pobres se conformaban con jazmín y rosa, pero eran pocos: ante la muerte había quien malvendía su casa para que sus finados viajasen cómodos y aromados hasta la eternidad. La última fase del embalsamamiento era la inyección en las venas de conservantes especiales cuyos ingredientes eran varios y ocultos. Por fin se amortajaba el cuerpo con tela nueva, encerada, cubriéndose con sucesivas capas antes de entregarlo a los deudos —junto con la urna visceral— para que se ocupasen de su inhumación en féretros no al modo islamita, abiertos, sino cubiertos por una tapa hermética (Pagina 168).

Hablan del embalsamamiento de los cadáveres que se realizaban en esta época.
Actualmente se realizan en otras culturas o en casos excepcionales.

Oclusión intestinal.

—No existe duda alguna —sostuve—. Vuestro hijo padece cólico miserere.
Los dos se echaron a llorar al mismo tiempo, como el convicto de leso crimen al escuchar de labios del caíd su sentencia de muerte. Hasta el pobre muchacho pareció arreciar en sus gemidos lastimeros al oír el veredicto.
—Sabéis mejor que yo lo que ello significa —dije—. Soluciones hay pocas: dejarlo morir en la paz de Alá o intentar una nueva técnica que estoy desarrollando. Puede intentarse, pero no os garantizo nada. Además el mal va muy avanzado.
—Haz lo que debas, hakim —dijo el padre—. Sabemos que si alguien puede salvar a nuestro hijo ése eres tú.
—Manos a la obra pues.
Mis ayudantes y Carmen, quien dirigía la anestesia, se hallaban ya dispuestos. Mientras lavaba mis manos pensaba en las novedosas líneas de ataque que había diseñado. En realidad eran muy simples, puro sentido común: si el peritoneo se hallaba invadido de pus, lo trataría como un enorme absceso. El fracaso en anteriores tratamientos del miserere era debido, según mi parecer, a errores de concepto. El cólico no era una entidad médica, sino quirúrgica. Galeno lo trataba con purgantes y Al-Razi con sangrías. Yo lo haría con el escalpelo.
Ordené salir a la pareja. Amarraron al joven a la mesa, prepararon mechas empapadas en agua caliente avinagrada y me dispuse a actuar sobre el punto de la piel del abdomen más doloroso, casi fluctuante: la fosa iliaca derecha, cuatro dedos por encima de la espina del íleon, el hueso en forma de ala que compone las caderas. Esperé tiempo antes de incidir con decisión. Cuando la respiración se hizo pausada y se ablandó el músculo, a un pequeño gesto de Carmen, que manejaba la esponja, sajé la piel con generosidad, un palmo largo. El muchacho se quejó, contrayéndose, pero no volvió a hacerlo. Cautericé con rapidez dos vasos que sangraban y, con los dedos, separé la capa muscular a lo largo del músculo que Galeno llama rectus. A mis ojos se ofreció, lisa y brillante, la capa serosa que conforma el peritoneo. Dejaba traslucir por transparencia el líquido verdoso que la llenaba: pus franco. Lo demás fue sencillo: corté con tijera la telilla al tiempo que evitaba impregnarme la cara del chorro purulento que salpicó hasta el techo. Un olor nauseabundo llenó la estancia. Metí la mano dentro de la cavidad caliente y húmeda, palpando vísceras e intestinos, dando salida al aluvión de miasmas pútridas. Se llenó de pus cremoso y fétido una batea en la que cabía medio azumbre. Lavé la cavidad con agua jabonosa muy caliente y torné a evacuar los restos corrompidos removiendo las asas intestinales con los dedos. Fue entonces cuando palpé una masa dura, una especie de aglomerado purulento que surgía del intestino ciego. Pasé una ligadura de len grueso sobre su base y lo extirpé. Evacuado el absceso, la intervención estaba concluida: dejé dentro de la cavidad, en todas direcciones, nueve gruesas mechas de gasa impregnada en vinagre y, sin dar puntos, para no interferir en la espontánea salida de pus, coloqué un gran apósito rodeando la cintura firmemente para evitar que saliesen las tripas. Mientras enjuagaba mis manos en vino y agua jabonosa caliente para evitar la contaminación, el paciente parecía revivir. Lo trasladaron a la sala de hombres mientras yo salía fuera para hablar con los padres.
—Es pronto para sacar conclusiones y detesto hacer pronósticos —dije—, pero mi primera impresión es buena. De momento el paciente está bien. Se ha drenado una ingente cantidad del pus causante del mal. Voy a dejarlo algún tiempo en el maristán, donde será vigilado y se harán las curas pertinentes. Confiemos en Alá.
—Bendito sea su nombre —exclamaron a la vez, besándome las manos.
El muchacho tardó en recuperarse, pero lo hizo. Fueron once semanas de tensa expectación y curas diarias, retirando gradualmente las mechas. La supuración fue amenguando y cediendo la fiebre. El enfermo se levantó a la semana y defecó espontáneamente a los seis días. Todo ese tiempo estuvo a dieta estricta: agua de arroz azucarada y hierba de reseda, que tiene la potestad de ayudar a mover el tubo digestivo. Por primera vez en mi vida me sentí un elegido de los dioses: era capaz de vencer un mal tenido por incurable (Página 152).

Se trata de una oclusión intestinal. El tratamiento suele ser quirúrgico. El tratamiento implica la colocación de una sonda a través de la nariz hasta el estómago o el intestino para ayudar a aliviar la hinchazón (distensión) abdominal y el vómito. El vólvulo del intestino grueso se puede tratar pasando una sonda hasta el recto.
Se puede necesitar cirugía para aliviar la obstrucción si la sonda nasogástrica no alivia los síntomas o si hay signos de necrosis.

Sífilis.

—Tengo un mal que me incomoda desde hace algunos días y que va a más.
Le pedí que me mostrara la parte afecta. Se alzó la túnica y descubrió en una de sus ingles una masa enrojecida, levantada, del tamaño de un huevo de paloma. La piel que lo cubría, distendida y brillante, no era muy dolorosa a la palpación. Era blanda, pastosa, fluctuando ya, esperando el momento de que hablara el escalpelo.
—Padeces una buba venérea, señor.
— ¿Venérea?
—En el Oriente se denomina desde épocas remotas «mal de mujer», pues se piensa que son ellas las que lo transmiten con la fornicación. (…)
—-¿Qué harás?
—Relájate, señor. Debo dilatar el absceso, pero no sentirás dolor en absoluto.
— ¿Estás seguro?
—Como que ahora es de día.
—Adelante pues.
Ordené que se tumbara en un diván mientras preparaba el escalpelo e impregnaba con una buena carga la esponja. Vino una esclava que iba a hacer las veces de ayudante. Era un caso sencillo, de esos que ni siquiera requieren anestesia. Los bubones venéreos apenas la precisan. Inhaló el anestésico que mantenía la esclava ante sus napias y dejé que pasaran varios minutos. Sólo cuando dormía plácidamente practiqué la incisión. Evacué gran cantidad de pus amarillento y dejé una mecha de gasa para que drenara y no cerrara en falso. Puse un vendaje a manera de ángulo. Me lavé las manos en una palangana que, con agua jabonosa caliente, ordené dispusiese la esclava. Cuando despertó hube de convencerle de que estaba operado.
—No puede ser... —dijo—. Fue tal como dijiste. No sentí nada.
—Deberé curarte pasado mañana y en días sucesivos, señor (Página 141).

Se trata de sífilis, una enfermedad de transmisión sexual.
Actualmente hay menos casos que en la antigüedad pero siguen existiendo por prácticas sexuales de riesgo.

Trombosis venosa profunda.

Practiqué, utilizando mi esponja soporífera que causó estupor, diversos tipos de intervenciones: cataratas, hernias y litotomías. Alves usaba como anestésico cierto aguardiente de uva que se hacía traer del norte de Galicia, pero, al ver el efecto de mi narcótico, me pidió un frasco, que le facilité, así como la fórmula. Utilizándolo, hizo una habilidosa demostración de la extracción de un trombo en la vena del muslo. Tras extirparlo del conducto ocluido, ligó con seda doble y resecó lo dañado del vaso, pues afirmaba que, de no hacerlo, se reproducía el mal. Luego de diversas autopsias y disecciones en cadáver —hechas en épocas de dominio cristiano de la ciudad—, afirmaba que las venas de los miembros inferiores se diferenciaban del resto del sistema venoso al poseer ciertas válvulas que impedían el retroceso de la sangre. Era sin duda el más experto cirujano vascular de la península. Aseguraba que los trombos, aquellos negruzcos pelotones de sangre coagulada, podían desprenderse de sus lechos y navegar por el torrente sanguíneo hacia otros territorios, especialmente los pulmones y el cerebro, ocasionando en ellos lesiones irreparables. Por ello, previniéndolo, en los casos de trombosis intensa, disecaba con maestría la vena safena que él llamaba «magna», en la raíz del muslo, y la ligaba con doble hilo de seda como mejor forma de impedir el paso de los trombos (Página 138).

Se habla de una trombosis venosa profunda: consiste en la formación de un coágulo sanguíneo o trombo en una vena profunda. Es una forma de trombosis venosa que usualmente afecta las venas en la parte inferior de la pierna y el muslo.

Actualmente se intervienen cuando son muy importantes, lo realiza un cirujano vascular.

Fractura de muñeca.

Se trataba ahora de un obrero que, caído de un andamio, se había fracturado una muñeca. Hubo el mismo tira y afloja que las otras veces y un resultado idéntico. Bajo los efectos del narcótico, enderecé los huesos desplazados presionando con mis dedos y los mantuve en buena posición con una férula de madera dorsal y otra ventral. Aseguré todo con vendas y, tras comprobar por su color que la sangre llegaba bien a los dedos, despedí al paciente sin cobrarle (Página 72).


Podría tratarse de una fractura, analgesia con un narcótico y lo alinea con sus manos, luego coloca férula y vendas: muy importante lo de comprobar el color y temperatura de los dedos para evitar un daño mayor.
Ahora la diferencia es que se hubiera hecho una radiografía para ver el daño, se da un analgésico y luego se alinea igualmente (a no ser que  precise de operación), se coloca férula o yeso completo. Igualmente se comprueba coloración y temperatura y si todo está bien se va a casa y volverá para control posterior en una semana o 10 días.

Fractura y amputación.

Conti, que se alojó en mi casa, estuvo magistral operando a un obrero. Con ayuda de mi esponja soporífera, cuya fórmula conocía desde mi estancia en Nápoles, corrigió un fallo herniario sin apenas quejas del paciente. Sus manos habían ganado agilidad y se movían por el campo quirúrgico como culebras en su nido. Samuel Pérez, el hebreo valenciano, tras adormecer al accidentado con mi anestésico, alineó una fractura de tibia, el hueso de la pierna, traccionando fuertemente del tobillo con un dispositivo de cuero a manera de cincha. Un ayudante estiraba la pierna mientras él manipulaba con sus manos. Una vez los fragmentos óseos en su sitio, los mantuvo con un rígido apósito de madera de fresno, sin acolchar, íntimamente adherido a la piel con vendaje. Lo peor de su técnica fueron los berridos del paciente, menores con mi anestésico que con el aquaardens que él solía emplear. Benito Itoiz se lució en una amputación de muslo, tras acortar el extremo del fémur seccionado y limarlo. Suturó la piel de forma que el colgajo posterior, más largo, protegiera el muñón. También aquí se escucharon poderosos bramidos. En cuanto a mí, operé un par de cataratas (Página 136).

Se trata de una fractura tibial con desplazamiento de fragmentos óseos que ellos realizando tracción los consiguen alinear.
El segundo caso hablan de una amputación y realización de muñón posterior.

Toracocentesis.

El califa me dio mala impresión nada más ver su cara demacrada y los ojos hundidos en sus órbitas. Perecía un anciano a sus cuarenta y cinco años. No había testigos presenciales del presunto accidente. El visir informó al pueblo, a través de los imanes, del que Al-Hakán II había recibido casualmente un flechazo perdido, algo que ocurre en toda cacería. Reconocí al califa en presencia de Al-Qurtubí y de otros médicos. Ardía en fiebre, tenía escalofríos y respiraba con dificultad. Nadie se había atrevido a desbridar la lesión: simplemente habían extraído la punta de la flecha provocando grandes molestias al paciente, que me llamaba a gritos. En el tórax, sobre la base del pulmón derecho, se veía la herida tumefacta, violácea. Procedí de inmediato, lavándola con agua jabonosa. Adormecí al califa con la esponja y sondé la lesión: la sonda metálica penetraba sin hallar resistencia, lo que traducía la afectación del pulmón que, herido por el dardo, se retraía colapsado, vacía de pneuma. Al retirar la sonda salió un chorretón de pus amarillo verdoso, denso, de olor fétido. Era evidente que la supuración no drenaba de manera adecuada por el estrecho orificio, por lo que, de acuerdo con Al-Qurtubí, lo desbridé ampliamente obviando las quejas en sordina del enfermo. Es claro que mi esponja soporífera no es todo lo efectiva que debiera, pero es más que nada. Tras ampliar la herida, el pus fluyó más fácilmente, sobre todo cuando ordené que ladearan al paciente para que lo hiciera por su peso. Por fin lavé la cavidad pleural, coloqué una mecha empapada en vinagre rebajado y adoctriné a los enfermeros para que el califa descansara sobre el costado donde estaba la lesión, de forma que fluyera la supuración, facilitada por la postura.
La mejoría fue espectacular. Después de la tercera cura empezó a disminuir la fiebre y cedieron los escalofríos. La respiración era aún difícil al trabajar solamente un pulmón, pero desde que, a las dos semanas, el exudado pútrido fue menguando, el califa suspiraba mejor por momentos, lo que indicaba que el pulmón estaba expandiéndose. Le autoricé a levantarse. Daba pequeños paseos por el riad del brazo de sus esclavas favoritas, dos hermosas jóvenes nubias, negras como el esquisto de su tierra(Página 129).

Probablemente se trate de un derrame pleural.
El tratamiento actual es igualmente extraer ese líquido. Se  realiza una técnica llamada toracocentesis y se deja un tratamiento de antibióticos.

Ascitis.

 Exploré la dilatada panza de su abuela en busca de la causa que provocaba aquella inundación de linfa, que no otra cosa es el derrame que ocupa la cavidad peritoneal en la hidropesía. La encontré pronto. Palpando en el flanco derecho hallé dolor y cierta contractura del plano muscular. Algo más hacia el centro, bajo la punta del esternón, se palpaba una masa dura, sensible, extensa, que ocupaba también la parte izquierda. Era sin duda un neoplasma que infiltraba el estómago y el páncreas, la glándula que lo lubrifica y alimenta. (…)Mientras mi ayudante lavaba la piel del abdomen, preparaba la dosis de anestésico y hervía la cánula, yo enjuagaba mis manos sin dejar de observar sus reacciones. (…)Se llevó las manos a la boca cuando incidí con mi escalpelo en el punto que más abombaba en aquella barriga, pero no dijo nada. Al salir el líquido ambarino no se inmutó. Se dilataron sus ojos al ver que se llenaba la primera batea. La abuela se portaba como una real hembra. En un momento dado extendió su mano con los dedos abiertos, temblorosos. Carmen, sentándose en el suelo, la asió entre las suyas para acariciarla. Era obvio que la amaba tiernamente. Al terminar, coloqué un apósito, fajé el abdomen y escuché a la paciente. Su cara había cambiado. Respiraba mejor.
—¿Cómo estás?
—Me siento bien, hakim —dijo.
—Es natural. Ha desaparecido la presión que el derrame provocaba en los pulmones y la molesta sensación de peso gástrico. Pero la mejoría no es definitiva. Será necesario hacer una nueva evacuación dentro de doce días. (…)
Me llevaron ante ella. Se hallaba postrada en una cama baja, levantado su tórax por varios almohadones que facilitaban la respiración. Su rostro se afilaba en aristas ya casi descarnadas, premonitorias del inmediato tránsito. En sus ojos de mortecina claridad se adivinaba el final de su jornada terrenal. Por otra parte, se la veía limpia, olía a agua de rosas, sin rastros del penoso aroma que da la ancianidad, mezcla de orina incontinente, abandonada suciedad y ropa mal oreada. Le ausculté aplicando el oído a su pecho. Su cansado corazón batallaba una guerra perdida, lo mismo que un delfín en un barreño, parecía que daba los últimos coletazos. Descubrí su abdomen a punto de estallar. Sus paredes, dilatadas y adelgazadas, casi transparentaban el derrame ascítico. Lo palpé y percutí como la primera vez.
—Está muy mal —dije, saliendo de la estancia—. El tumor ha crecido. No quiero hacer pronósticos, siempre inciertos en una ciencia aleatoria como la medicina. Lo único que puede alargarle la vida unas horas o días es la evacuación del exudado.
Herví mi instrumental y lo coloqué sobre una blanca sábana encima de una mesa. Carmen trajo una jofaina donde lavé mis manos. Ella sostuvo la esponja anestesiante mientras yo evacuaba sin molestias dos buenas palanganas de contenido ascítico. Esta vez dejé una mecha de gasa en la herida, para evitar la recidiva inmediata, antes de colocar un apósito blando. La mejoría, como siempre, fue espectacular. La enferma revivió, abrió los ojos, se sintió mejor y suspiró con fuerza. Su nuera y el hijo se miraban atónitos (página 121).


La paciente tenía un tumor de páncreas y consecuencia de esto tenía una ascitis:
La ascitis es la acumulación de líquido en el abdomen, concretamente dentro de la cavidad peritoneal.
El cirujano le extrajo líquido de la cavidad abdominal mejorando los síntomas por el alivio que supone liberar la tensión sobre los órganos.

Actualmente en las fases avanzadas de la enfermedad hepática, la ascitis ya no responde a diuréticos y es necesario extraer el exceso de líquido mediante la inserción de una aguja en el abdomen a través de la piel (paracentesis evacuadora) reponiendo la pérdida de proteínas y volumen de líquidos con albúmina intravenosa.

Trepanación.

Mi trabajo de cirujano iba a más, si cabe, y terminó de desbordarse tras mi primera trepanación con éxito. Contaré cómo fue. Estaba terminando mi lección de anatomía en el maristán cuando llegó el bullicio desde el patio. Traían a un hombre joven, moribundo, derrumbado sobre unas parihuelas. Se debatía en crueles convulsiones que afectaban al lado derecho de su cuerpo y echaba sangre por la boca, posiblemente por morderse la lengua en sus espasmos cíclicos. Ordené que lo pasaran al quirófano. Se trataba de un obrero beréber, muy joven y tal vez inexperto, pues estaba recién llegado del desierto. Indagué entre los compañeros que ayudaron al traslado. Había caído de cabeza desde un alto terraplén sobre una roca, en una excavación para cimentación de un edificio. Le dirigí la palabra pero no reaccionaba. Exploré sus pupilas: se veían contraídas, puntiformes, lo que traducía la presión que sufría su cerebro, aprisionado por el derrame hemático entre la calota ósea y las meninges, las capas fibrosas que describió Galeno envolviendo los sesos, protegiéndolos. A veces la pierna derecha se disparaba al aire, como el perrillo que hace la guitarra cuando rascas su panza. Su corazón reventaba de latidos desbocados en la jaula torácica, como si quisiera romperla. La respiración, por el contrario, era más lenta y espaciada cada vez, curiosa discordancia que he apreciado en casos de derrame cavitario craneal. Ordené a mis ayudantes que raparan completamente la cabeza del herido, que se debatía entre la vida y la muerte. Iba a estrenar mis trépanos toledanos. Y debía hacerlo pronto pues, por las muestras, el peligro de muerte era evidente. El instrumental hervía ya cuando aplicaron al enfermo la esponja soporífera que, quizá, no hubiese sido necesaria, pues el accidentado se encontraba inconsciente. Monté el trépano grueso, todavía caliente, en el artefacto de ruedas dentadas que, accionando una manivela, lo hacía girar. Incidí el cuero cabelludo sobre la zona parietal derecha, lo suficiente para permitirme apoyar la punta deltrépano en el hueso. La expectación en el quirófano era enorme entre los más de veinte espectadores, entre alumnos y médicos. Perforar un hueso plano no es sencillo, y tratar de hacerlo con timidez un disparate. En consecuencia, giré la manivela con rapidez con una mano mientras, con la otra, hacía presión y fuerza. Seguían las convulsiones del paciente cuando la punta del trépano halló el vacío traductor de haber penetrado ya en la cavidad craneal. Detuve mi acción y saqué el instrumento esperando ver manar un chorretón de sangre negra, el derrame sanguinolento que la ocupaba. La tención de todos era máxima y allí no ocurría nada: una mísera gota de sangre roja babeaba por la herida mientras se recrudecían los terribles espasmos del accidentado.
—No puede ser... —dije para mí mismo—. Los signos son incontrovertibles: las convulsiones, contractura, miosis, taquicardia y respiración pausada traducen el sufrimiento cerebral producido por una hemorragia intracraneal postraumática. Por este orificio debería salir sangre. A no ser que...
Una súbita luz iluminó mi mente. Tal vez había trepanado en sitio equivocado. Busqué el parietal derecho al ser el lado derecho el que padecía las fuertes convulsiones, pero en el organismo las cosas no son como parecen.
—Rápido —chillé—. ¡Escalpelo!
Un ayudante me lo facilitó. Incidí esta vez en la otra parte del cráneo, en el lado izquierdo. Ahora fui expeditivo, pues aparecían los primeros estertores y los ojos virados del paciente mostraban las albas conjuntivas. Apliqué la broca y la hice girar con furia. El tiempo se acababa, ese oro al que hice referencia, el que marca la diferencia entre vivir y morir, ser o no ser. Al perforar hasta no hallar resistencia, incluso sin extraer el trépano, ya manó de la herida sangre en abundancia. Al retirar el taladro brotó por el orificio un surtidor negruzco que manchó el techo y me empapó manos y rostro. Surgían en confuso tropel sangre y coágulos mientras el enfermo parecía serenarse. Se llenó una batea grande, casi medio azumbre. Dos alumnos jóvenes se desmayaron y hubieron de tumbarse en el patio. Mejor así. La profesión de cirujano es dura y no apta para cualquiera. Más vale saber a tiempo que no vales, a conocer la triste realidad con veinticinco años y mil horas de estudio. En medio de un silencio absoluto cesaron las convulsiones, se distendió el rostro del enfermo y sus ojos se abrieron. Eran aún vidriosos, como los de una oveja que va al degolladero, pero reflejaban vida otra vez. Lavé la herida con vino caliente, coloqué una mecha de gasa empapada en vinagre diluido dentro de ambos orificios y vendé la cabeza. El accidentado había recuperado la conciencia, si bien se veía obnubilado (Página 111).

 La trepanación es una escisión mediante cirugía de un fragmento de hueso del cráneo en forma de disco,
Tras haber sufrido un traumatismo craneoencefálico (tras una caída desde altura) sospechaba por los síntomas (pupilas, respiración, convulsiones) que tenía una hemorragia cerebral tras liberar la tensión se solucionan los síntomas.

Actualmente en caso de hemorragia cerebral puede intervenirse o si es muy pequeña o demasiado grande, esperar que se reabsorba.

Afecciones de Al-Hakán.

Sus afecciones fueron simples: estreñimiento crónico, influenza ocasional, prurito anal que ocasionaban sus lombrices, pie de atleta y, en el aspecto quirúrgico, golondrinos y abscesos yuxtaanales que lo afectaban intercurrentemente. Su constipa-ción intestinal mejoraba con aceite de oliva, medio cuenco en ayunas; los vermes que motivaban su prurito desaparecían —junto con el picor— tras la ingestión de tisanas de eléboro y hierba lombriguera, muy eficaz como vermífuga; el pie de atleta, dolorosas rágades en la planta de los pies y comisuras de los dedos, tendría algo que ver con el baño que gustaba tomar en compañía de diez o doce esclavas y concubinas tan desnudas como salieron del vientre de sus madres. Y ello es de fácil deducción, pues desaparecieron en cuanto se introdujo solo en las piscinas de agua limpia, recién renovada, siguiendo mis consejos. A pesar del alivio en sus molestias, me miró cierto tiempo con prevención, pues seguro que añoraba la delicia de aquellos baños excitantes rodeado de bellezas in puribus. Ignoro la causa del pie de atleta, pero tiene que estar relacionada con algo, polvo invisible, quizá escamas de otra piel, que produce las incómodas grietas al infectar la nuestra. En medicina ignoramos muchas más cosas que las que sabemos. (…)
—La piel desprende cutículas y escamas de forma natural. El pie de atleta se contrae siempre en medio húmedo —aseguré—. Tal vez alguna de tus hembras lo padezca sin saberlo, señor. Tendría que reconocerlas.
Lo permitió a regañadientes. En medio de mi asombro, no hallé rastros de excoriaciones ni de rágades en los pies de aquella deliciosa colección de ninfas, por más que rebusqué entre sus dedos adorables y sus cuidadas uñas. Ni que decir tiene que la inspección de las desnudas extremidades se hizo en presencia de una dueña y con la propietaria cubierta con caftán hasta las cejas. Hube de concluir, gacha la testa, que no hallaba la causa del problema.
 —Te lo dije —abundó Al-Hakán.
—Aun así no puedo descartar, mi señor, que existan pieles aparentemente normales que transmitan el mal. La prueba que te propongo es sencilla: toma el baño en soledad y retoza luego con tus hembras. Como es la humedad lo que favorece la enfermedad no hay problema con el contacto en seco.
Me obedeció por una vez y me lo agradeció. A las tres semanas desapareció su pie de atleta. Otra cosa fueron sus pequeñas afecciones cutáneas, panadizos, abscesos axilares —«golondrinos» del vulgo— y fístulas anales. Combatí le abscesos dilatándolos y poniendo a plano las fístulas con escalpelo, ayudado por mi esponja somnífera. Bendito sea el momento en que la descubrí. Distinto fue el caso de una fístula anal que cada dos por tres se le alteraba, entrando en erupción como un volcán, causándole dolores y alterándole el sueño. Hasta en seis ocasiones la traté con resultados dispares. Allí empleaba el cauterio. Por fin, la sexta vez, aletargado el paciente por el anestésico, logré pasar una sonda de cobre por el trayecto fistuloso. Dejé un grueso len de seda retorcida y lo anudé sin cortar los cabos, que fijé a la piel del periné con un apósito. Era una técnica que había copiado de Lucio Nero, un colega italiano del que me hablara en Nápoles Realdo Conti. A cambio de una semana incómoda para el califa, que soportó con entereza estoica sin dejar de atender cuestiones de gobierno, logré la curación sin recidivas limitándome, a los siete días, a seccionar con el cauterio la mortecina carne comprendida dentro de la ligadura (Página 104).

Habla de diferentes cosas:
  • La constipación intestinal es el estreñimiento.
  • La influenza son resfriados.
  • Los golondrinos: La forunculosis es una infección de la glándula productora del sudor, ésta desemboca en la salida de los vellos de la axila o de las ingles. Cuando se infecta de obstruye su salida, el sudor queda retenido y se crea un tejido muy adecuado para el crecimiento de las bacteria , se abulta y duele.
  • Los abscesos perianales, alrededor del ano.
  • El pie de atleta: Es una infección en los pies provocada por hongos .Es muy importante evitar la humedad, conservar los pies perfectamente secos, sobre todo entre los dedos.

Tiroidectomía.

Mi primer caso de estruma lo operé en 963. La estruma, o bocio de Galeno, es mal que afecta al cuello a la altura de la nuez, se manifiesta en forma de tumor lobulado o redondeado, blando, y produce, además de las molestias propias de una masa en el pescuezo que impide la deglución, síntomas somáticos. A veces se acompaña de exoftalmia — que es la protuberancia del globo ocular —, casi siempre de adelgazamiento y diarrea y siempre de nerviosismo que impide el sueño. Su diagnóstico es fácil. Por ello, al ver aparecer ante mi puerta a un caballero alto y delgado, inquieto y sudoroso, que se agitaba como un sauce llorón delante de una brisa, de tez bermeja y una protuberancia a la altura de la nuez del tamaño de un huevo de gallina, no dudé. Lo invité a sentarse e inicié la anamnesis. (…)A la palpación el tumor era tenso, renitente, doloroso, se acompasaba al ritmo deglutorio y dejaba una señal cutánea al intento de rasgado con la uña.
—Vuesa merced padece un bocio tóxico —manifesté—. No existe la menor duda. Su tratamiento exige tiempo, cierta medicación y algo que no sé si tendréis: reposo y paz.
—Coincidís en el diagnóstico con mi físico de Gandía —aseguró—. El tratamiento que me prescribió hace ya tiempo fue también parecido. Llevo varios meses tomando ciertas pócimas que, no sólo no menguan un ápice mis molestias, antes las acentúan. El tumor ha crecido impidiéndome tragar, respirar y dormir con fundamento. He perdido cualquier clase de apetito. Me posee la angustia que os referí y que va a más. Ni tengo paz, ni he venido desde tan lejos buscando un brebaje de hierbas. Me han dicho que sois cirujano.
—Lo soy —afirmé—. E igual os digo que nadie hasta aquí, al menos en Occidente y que yo sepa, ha resuelto un bocio de manera quirúrgica.
—A pesar de vuestra juventud, me aseguran que tenéis experiencia. Fuisteis cirujano del califa, que Dios haya acogido en su seno, y conocéis diferentes técnicas operatorias de vuestros viajes. En todo Levante se habla de vos con gran respeto. He venido con la firme decisión de ponerme en vuestras manos. No es posible vivir de esta manera. (…)A la palpación el tumor era tenso, renitente, doloroso, se acompasaba al ritmo deglutorio y dejaba una señal cutánea al intento de rasgado con la uña.
—Vuesa merced padece un bocio tóxico —manifesté—. No existe la menor duda. Su tratamiento exige tiempo, cierta medicación y algo que no sé si tendréis: reposo y paz.
—Coincidís en el diagnóstico con mi físico de Gandía —aseguró—. El tratamiento que me prescribió hace ya tiempo fue también parecido. Llevo varios meses tomando ciertas pócimas que, no sólo no menguan un ápice mis molestias, antes las acentúan. El tumor ha crecido impidiéndome tragar, respirar y dormir con fundamento. He perdido cualquier clase de apetito. Me posee la angustia que os referí y que va a más. Ni tengo paz, ni he venido desde tan lejos buscando un brebaje de hierbas. Me han dicho que sois cirujano.
—Lo soy —afirmé—. E igual os digo que nadie hasta aquí, al menos en Occidente y que yo sepa, ha resuelto un bocio de manera quirúrgica.
—A pesar de vuestra juventud, me aseguran que tenéis experiencia. Fuisteis cirujano del califa, que Dios haya acogido en su seno, y conocéis diferentes técnicas operatorias de vuestros viajes. En todo Levante se habla de vos con gran respeto. He venido con la firme decisión de ponerme en vuestras manos. No es posible vivir de esta manera. (…)Sin más que hablar y tras aceptar todas mis sugerencias, el paciente quedó ingresado en una de las habitaciones más tranquilas del hospital, que daba al patio. Le asigné un enfermero que velaba por el cumplimiento de mis indicaciones. Durante veinte días permaneció en reposo, sólo salía a la quietud del jardín interior, entre limoneros, naranjos, magnolios y azaleas. Leía sin cesar, pues era culto. Cinco veces al día, con cada comida administrada con parquedad, tomaba una taza de un cocimiento tibio de hinojo, ruda y abrótano, hierbas que, según Hipócrates, combaten los tóxicos que produce la estruma.(…)Llegó el día de la operación, un verdadero acontecimiento quirúrgico que presenciaron Al-Qurtubí y una decena de cirujanos jóvenes. Colaboraron mis dos ayudantes de confianza, expertos ya en toda clase de intervenciones, y un principiante que se ocupaba de dosificar el anestésico.
La estrumectomía fue un éxito que superó cualquier expectativa. Como siempre, el instrumental se había hervido en agua avinagrada. Es algo nunca hecho hasta aquí pero del más elemental sentido común: si lavamos el tenedor que pincha la tajada, el cuchillo que la corta y el plato donde comemos nuestros alimentos, ¿no habremos de enjuagar el escalpelo que corta nuestra piel? Del mismo modo, hacía tiempo ya que todos los miembros de mi equipo nos lavábamos a conciencia las manos y nos recortábamos y cepillábamos las uñas aunque la intervención no fuese oftalmológica. Además, oler a limpio reconforta al paciente. Tras adormecer al enfermo profundamente, haciendo que inhalara de la esponja soporífera más de quince minutos, practiqué en la piel de su cuello, por debajo de la tumoración, una incisión elíptica. La campana de una cercana clepsidra resonó nueve veces. El paciente, amarrado con ligaduras, se conmovió ligeramente. Ordené aumentar la dosificación del anestésico mientras coagulaba con el cauterio varias venas sangrantes. La capa muscular, conocida por mí de mis disecciones experimentales, era tan laxa a ese nivel que pude separarla sin necesidad de cortar, simplemente con los dedos. Después, todo fue más fácil de lo que había supuesto. Un auxiliar enfocó sobre el campo operatorio la luz solar que se reflejaba en un espejo. Una masa rojiza, granulosa, mayor de lo previsto, se ofreció a mis ojos como en un alumbramiento la cabeza del feto al asomar por el canal del parto. Inverosímilmente la rodeé con un dedo para liberarla de adherencias y quedó a mi merced, prácticamente suelta. Una parte se fijaba a la tráquea y al hueso hioides y otra profundizaba detrás del esternón. Extraje la porción caudal con suavidad, utilizando un índice. La parte conectada a la tráquea no lo era íntimamente. Sabía de mis experimentos que la glándula hipertrofiada que conforma el bocio recibe su vascularización de cuatro arterias, dos en cada polo, superior e inferior. El paciente emitió un sordo quejido cuando tiré del tumor tratando de individualizarlas. Sin inmutarme —la frialdad es inherente y obligatoria en cirugía, tanto como la rapidez—, lo conseguí con cierto esfuerzo, pero allí estaban: una pequeña arteria pulsante y su vena correspondiente por cuadrante. Pasé cuatro ligaduras de seda, que amarré con fuerza, seccioné los vasos y extraje con la mayor facilidad el tumor en medio del asombro general y el mío propio. Repasé con el cauterio los puntos sangrantes, dejé un drenaje de esponjosa gasa para prevenir acúmulos de sangre o linfa, cosí la piel y coloqué un apósito. No eran las diez. ¡En menos de una hora había operado mi primer bocio tóxico! El postoperatorio fue muy bueno. El paciente se levantó aquella misma tarde. Cambié el apósito al segundo día y retiré el drenaje. Al cuarto apareció supuración en la zona donde se hallaba aquél. Era un pus amarillento, seroso, poco trabado, que se fue diluyendo con las curas y desapareció el octavo día, cuando quité los puntos. Quedó una cicatriz plana, limpia, indolora. Cuando se vio delante del espejo el valenciano, sus ojos se llenaron de lágrimas. Se abrazó a su mujer. Le contagió sus lágrimas y consiguió emocionarme a mí también (Página 98).

Estruma es un bocio, un aumento de la glándula tiroides. Hablan dentro del bocio que el paciente tenía un hipertiroidismo por que los síntomas son: exoftalmos (se salen los ojos como para fuera), adelgazamiento, inquietud e insomnio.
Nuevamente se habla de lavado de manos, de desinfección del material quirúrgico y de anestesia.

Actualmente aunque con métodos más avanzados se sigue extirpando el tiroides y se denomina tiroidectomía.

Corea de Huntington.

Una tarde se presentó en mi consulta un hombretón con una niña en brazos. Su aspecto era moro. La pequeña, de unos siete años, se agitaba sostenida a duras penas por su padre, deshecha en violentas convulsiones que alteraban su rostro en mil visajes. Tan pronto estiraba las piernas como las flexionaba, lo mismo que los brazos. La exploré tras ordenar al hombre que la tumbara en la mesa apropiada. Ardía en fiebre. Sus músculos contractos se estremecían en violentas sacudidas, como si el invisible aguijón de una avispa picoteara su piel. Estaba obnubilada, era incapaz de responder a mis preguntas. Ello, y la angustia reflejada en sus ojos virados, me llevó a un rápido diagnóstico: chorea mayor. La corea, o baile de San Vito para los mozárabes, se veía en el arrabal con cierta frecuencia y no era el primer caso que trataba. Por la afectación mental, pasajera la mayor parte de las veces, Galeno y Al-Razi la asociaban a una inflamación del cerebro de etiología, como siempre, desconocida. (…)Tranquilicé al padre. Le aseguré que su hija se curaría y le indiqué las pautas a seguir, facilitándole el remedio y marcando sus dosis. Luego de una semana de reposo en habitación oscura y calma con la niña abrigada, ingiriendo cada seis horas tres cucharadas de tisana tibia de malvavisco, cúrcuma y azafrán, alimentada sólo con leche de mujer y algo de flor de harina, nutritivo acemite que sólo se encuentra en las mejores tahonas, regresó el buen hombre (Página 96).

La enfermedad de Huntington también llamada  corea de Huntington, baile de San Vito o mal de San Vito o Chorea Mayor es un trastorno genético hereditario cuya consideración clínica se puede resumir en que es un trastorno neuropsiquiátrico. Sus síntomas suelen aparecer hacia la mitad de la vida de la persona que lo padece (unos 30 ó 50 años de media) aunque pueden aparecer antes. Entre los síntomas que se presentan están las convulsiones (movimientos involuntarios anormales de los grupos musculares).
Parece un diagnóstico un poco aventurado, quizás lo que sufrió fue una convulsión febril ya que tenía fiebre elevada y la manifestación de una convulsión febril son movimientos tónico-clónicos de todo el cuerpo (es decir movimientos incontrolados de todos los músculos del cuerpo).
Actualmente el tratamiento correcto es bajar la fiebre poco a poco y luego descansar en un lugar tranquilo y con poca luz (para no provocar una nueva crisis).
De los brebajes que le dan no tenemos referencias.

Insuficiencia hepática.

Durante el ramadán del año 960, que coincidió con la Natividad del profeta cristiano, muy celebrada entre mozárabes, enfermó gravemente Abderrahmán III. Inopinadamente se acentuó aquel cortejo hepático al que hice referencia: la palidez terrosa, la ictericia cutánea, el tinte amarillento de las túnicas albas, los vómitos biliosos y la fatiga pronta. Para combatir los dolores en la región hepática, Ben Saprut consintió en que el califa aumentara el consumo de vino y de licores, algo a lo que, como buen Omeya, era muy aficionado desde la juventud. Exploramos al paciente en consulta conjunta. El piso alto del abdomen se hallaba aupado como en un emba-razo. La palpación era muy dolorosa y la percusión, también sensible, indicaba una enorme hipertrofia visceral.
—El hígado del califa no tiene solución —sostuvo el físico semita una mañana en el maristán, tras estudiar a otro paciente—. Se halla afecto —añadió— de lo que Al-Razi llama hepatargia, un proceso irreversible que conduce a la muerte de forma inexorable. Es por ello que le permito beber. Es una pescadilla que se muerde la cola: el espíritu del vino le calma los dolores y al tiempo lo mata lentamente. Hay poco más que hacer.

Instauramos un tratamiento que, dado lo avanzado del mal, resultó poco eficaz. Consistía en la ingestión de tisanas templadas de coriandro y asa fétida endulzada con miel, pues el azúcar favorece según Galeno el trabajo del hígado. Pero el paciente, al contrario que Sancho el Craso, era rebelde, no admitía consejo ni admonición alguna (Página 93).

Se habla de una insuficiencia hepática.
La insuficiencia hepática o fallo hepático es la incapacidad del hígado para llevar a cabo su función sintética y metabólica, como parte de la fisiología normal.
Habla de consumo habitual de alcohol, lo cual nos hace pensar que es lo que ha ocasionado este fallo hepático.
Se habla de la ictericia (color amarillento de la piel), fatiga (cansancio), vómitos de bilis…
Se habla de la muerte del paciente pero para aliviarlo le ponen una dieta rica en glucosa y le administran alcohol, lo cual acelera el proceso, ellos ya sabían que no tenía arreglo.
Actualmente sigue teniendo un pronóstico fatal ( muerte ) si no se realiza un trasplante,  aunque hay casos que si solucionas pronto la causa que ha llevado al  paciente a esa insuficiencia y no están muy avanzados los síntomas puede vivir. Es muy importante una dieta estricta y no consumir alcohol.

Hernia inguinal.

En un amplio, ventilado y bien iluminado quirófano, tras adormecer al paciente con una fórmula parecida a la que yo empleaba reforzada con grapa, un poderoso espíritu de graduación alcohólica muy alta, intervino un caso de hernia en la zona inguinal. Sólo operaba a los afectos de hernia reductible, aquellos cuya masa herniaria podía ser reintegrada al interior cavitario sin esfuerzo. Su técnica consistía en ampliar el orificio herniario con un dedo, introducir en la cavidad abdominal el saco intestinal y cerrar el agujero con puntos de seda trenzada. Yo conocía la técnica, que nunca había empleado, pero era la primera vez que veía utilizar el cauterio metálico, que incorporé desde entonces a mi arsenal terapéutico. El cauterio se reducía en esencia a un largo estilete de acero bien templado, provisto de mango de madera, cuya punta se mantenía al rojo vivo entre ascuas de carbón. Su efectividad era mágica: aplicado al punto sangrante, lo cauterizaba de inmediato y cesaba la hemorragia (Página 87).

Es una intervención de hernia inguinal
 La hernia inguinal consiste en la salida de parte de las vísceras abdominales hacia el exterior a través de agujeros de la pared abdominal que se han debilitado. Nuestro abdomen tiene en su interior vísceras cubiertas de una capa fina y lubricada de peritoneo, que permite los movimientos intestinales de la digestión. Normalmente el interior del abdomen tiene una presión positiva, es decir, su contenido presiona las paredes hacia fuera, por lo que cualquier pequeña abertura puede ser aprovechada por las vísceras o el peritoneo para salir a través de ella.
En el texto se comenta la anestesia, la apertura de un orificio, el introducir el intestino donde se había salido y aplicar una varilla metálica candente (caliente) en la zona para detener la hemorragia.
Actualmente se realiza intervención quirúrgica para asegurar el tejido debilitado de la pared abdominal y se cierra cualquier orificio.
Algunas veces, se necesita cirugía de emergencia por estrangulamiento de esa asa del intestino que ha salido.
Se puede intervenir  por medio de una cirugía abierta o con el uso de un laparoscopio (cámara) donde no se hace más que una pequeña incisión lo cual permite una recuperación más rápida y menos dolor después del procedimiento.


La última innovación es el uso de mallas autoadhesivas para reforzar la zona sin necesidad de puntos de sutura.

jueves, 27 de marzo de 2014

Absceso ano rectal.


Ante mis ojos apareció un grueso divieso perineal, junto al rafe medio. Contemplé su cráter verdoso del contenido purulento, las laderas levantadas, rojizas, y la base dura e inflamada. Estaba ya maduro para la dilatación. Cesé en mi acción y ordené al califa que se incorporara.
—Padeces un molesto divieso en salva sea la parte, mi señor. Es precisamente el cabalgar lo que lo ha provocado.
—No me lo digas —dijo, torciendo el gesto—. Hace unos años padecí un flemón en parecido lugar y no quiero acordarme del sufrimiento que me dio, ni del inepto cirujano-barbero que lo abrió, que Alá confunda. Vi las estrellas de ambos hemisferios y la luna en sus fases completas.—Si colaboras no sufrirás el menor daño —afirmé.
—No te creo. Me temo que habré de padecer...
—No lo harás, señor —aseguré—. Necesito un diván donde puedas tumbarte y alguien que nos ayude a separar: tus nalgas.
—Naira servirá para eso —dijo con la vista nublada.
Tras llamar a la enfermera ocasional, fuimos a un saloncito anejo donde había una otomana grande. Naira colocó un paño sobre ella y el califa se tumbó boca abajo mientras yo cargaba de anestésico la esponja. Cuando estuvo dispuesta, la coloqué en sus manos y ordené que respirara profundamente a través de ella.
—Se trata de un producto de olor desagradable pero que tiene efectos anestésicos —le informé—. Sentirás alguna molestia soportable, mi señor. Todo será muy rápido.
Tras docena y media de inhalaciones, calculé que el narcótico hada su efecto y ordené a Naira que separara ambos glúteos con sus manos antes de dar un profundo y decidido tajo con el escalpelo sobre el cráter abombado y caliente. Abderrahmán lanzó un débil quejido mientras un chorro maloliente de sangre y pus trabada erupcionaba por el orificio lo mismo que lava de un volcán. Dilaté con la pinza de forma que no quedara magma putrefacto en lo profundo, introduje en la herida la punta de una gasa empapada en vinagre diluido y coloqué un apósito que fijé con venda. El califa volvía a la realidad, como después de un sueño.
—¿Ya está? —preguntó con los ojos en blanco.
—Siento haberte dañado, señor. Pero fue necesario: todo ese pus infecto criabas dentro de ti —afirmé, señalando el paño bañado en pus sanguinolento.
—Tan sólo noté un leve y lejano dolor cuando cortaste —aseguró—. Ahora puedo moverme sin molestias. ¡Apenas siento nada!
Durante una semana hice las curas. El truco en un absceso abierto es diferir la primera cuarenta y ocho horas, como mejor forma de ablandar los tejidos y no causar dolor o un dolor mínimo. De aquella forma obré. A los ocho días, la zona, indolora, presentaba un aspecto casi normal, con buen color y restos de la incisión que cicatrizaba sin problemas. Dije al califa que ya podía reanudar sus baños (Página 72).

Aquí habla de un absceso ano rectal.
Comenta la infección, que lo abre, lo limpia y deja una gasa para que no cierre por segunda intención y lo sigue curando todos los días
Actualmente se hace igual aunque se utilizan productos como el suero fisiológico, cremas antibióticas y no vinagre como usaban ellos

Cataratas.


Previamente, para procurarle cierto sosiego, se le administraba una pócima que contenía belladona y jugo hervido de adormidera.
Parte esencial del acto quirúrgico era el instrumental, la mayoría diseñado por él y fabricado en Toledo, en una fundición de toda su confianza. Era de acero y bronce. Acero en las finas cuchillas, hojas de los escalpelos y punta de las pinzas y tijeras, y bronce en los mangos. Antes de la intervención se hervía el material y él y su ayudante se lavaban las manos. Tuve en las mías aquellos instrumentos y en verdad que eran finos y delicados, una obra de arte propia de orfebres. Manejaba seis juegos de escalpelos, de cuchillas distintas en grosor y largura. Las hojas eran finas como un cabello de mujer y más afiladas que la mejor gumía. Eran largas, alguna hasta de dedo y medio, pero extraordinariamente estrechas. Puestas de perfil, no se veían. En cuanto a las pinzas, eran de punta tan afilada y angosta como el pelo de una gamba. Parte esencial de sus instrumentos era una lupa, lente de aumento fácil de conseguir en cualquier óptico. Describiré una de las intervenciones, pues todas fueron cortadas por el mismo patrón. La efectuó en una mujer de cuarenta y nueve años, afectada de catarata bilateral que le impedía la visión por completo.
Con la paciente sentada en la posición descrita, IbnSafi se lavó las manos con gran calma mientras hablaba con la mujer. Su ayudante ya lo había hecho y hervía en un recipiente de cobre el material seleccionado previamente. La voz del cirujano era tan persuasiva y cálida que, por sí misma, para mí que hacía más efecto en la enferma que la adormidera. Tras secarse las manos con un paño limpio se acercó a la mujer por un costado. Su ayudante mantenía el ojo abierto sujetando los párpados. Debió de precisar más luz pues ordenó al auxiliar que aproximara una de las lámparas. El ojo se ofrecía desde mi perspectiva —me encontraba tras la nuca del profesor— como un mediano globo vítreo visto de perfil.
—Lente de aumento —dijo IbnSafi, dirigiéndose al auxiliar, que aproximó la lupa y la puso delante de su vista.
—Acerca un poco más —ordenó, y el asistente no se hizo de rogar.
—Escalpelo —anunció con idéntico acento. El ayudante se dio por aludido y se lo entregó del recipiente cúprico con la otra mano.
Entonces, sin dudar, con rara maestría, incidió en la línea que separa el cristalino de la túnica alba, de manera sutil, extraordinariamente delicada, con pulso propio del que talla diamantes. He de reconocer que la primera vez no conseguí ver nada. Él, sin embargo, debía verlo muy claro pues, sin in-mutarse, dijo:
—Pinza del número cinco.
El ayudante se la alargó. IbnSafi ladeó un poco el cuello, ordenó ajustar nuevamente la lente y, de forma taumatúrgica, introdujo la finísima punta de la pinza por la hendidura invisible y, a la primera, sacó con rara habilidad la tela opaca que averiaba la vista de la enferma. Luego, de forma victoriosa, me la mostró. Era tan deleznable como la capa que envuelve a la avellana ya sin cascara. El ojo no sangraba y la paciente no había emitido en todo el tiempo ni una triste queja. Repitió en el otro ojo idénticas maniobras hasta dar por concluida la intervención.
—Gasa —pidió entonces.
Con las que aportó el asistente preparó un vendaje oclusivo de ambos ojos, lo colocó presionando levemente y lo sujetó con una venda que rodeaba la cabeza. (…)

-Que haga vida normal menos salir de casa. Tráemela dentro de una semana para quitarle el vendaje (Página 50).

Hablan de una intervención quirúrgica de cataratas en aquellos tiempos.
Es una cirugía para retirar un cristalino opaco (catarata) del ojo.
El cristalino normal del ojo es transparente (claro). A medida que se desarrolla una catarata, el cristalino se torna opaco y bloquea la entrada de luz al ojo
Las cataratas se eliminan para ayudar a ver mejor. El procedimiento casi siempre incluye la colocación de un cristalino artificial o lente intraocular (LIO) en el ojo.
1-Equivalente a la anestesia y analgesia actual: se le daba al paciente un brebajo con belladona (analgesiaba, es decir, le disminuía el dolor) y de adormidera que es la planta del opio (o sea drogas )
ahora se suministra anestesia local y también un sedante para relajarte.
2-Habla del material para operar: pinzas, tijeras y escalpelo (o sea bisturí ) y de una lupa para guiarse.
Ahora hay muchos de avances que permiten ver la zona ampliada, se usa un microscopio.
3-Habla de que esterilizaban el material hirviéndolo y se preparaban los cirujanos lavándose antes de la intervención.
Estaban el cirujano y el ayudante.
Ahora el material se esteriliza en autoclave después de cada intervención y  todo el personal que interviene en la operación (cirujano y enfermero instrumentista) se hace un lavado quirúrgico de manos y se colocan guantes estériles para evitar infecciones.
4-La intervención:
La finalidad era la misma y el abordaje era igual:
Se hace una incisión pequeña en el ojo.
Extraer el cristalino
Ahora para extraerlo hay diversos métodos:
  • Facoemulsificación. Con este procedimiento, el médico usa un instrumento que produce ondas sonoras para romper la catarata en pequeños fragmentos, los cuales luego se extraen por medio de succión. Este procedimiento utiliza una incisión muy pequeña. 
  • Extracción extracapsular. El médico usa un pequeño instrumento para extraer la catarata casi siempre en una sola pieza.
  • Cirugía láser. El médico usa una máquina que utiliza energía láser para hacer las incisiones y ablandar la catarata, la cual se extrae luego generalmente por succión. El uso del láser en lugar de un bisturí (escalpelo) puede acelerar la recuperación y ser más preciso.

En la actualidad después de que se extrae la catarata, generalmente se coloca un cristalino artificial, llamado lente intraocular (LIO), que ayuda a mejorar la visión
5-Dice que haga una vida normal.
Ahora es igual, es una cirugía ambulatoria, te lo hacen y en unas horas estas en casa
Una diferencia considerable: ahora se mandan antibióticos para evitar infecciones y una serie de colirios (gotas ) en los días siguientes a la intervención.