Exploré la dilatada panza de su abuela en busca de la
causa que provocaba aquella inundación de linfa, que no otra cosa es el derrame
que ocupa la cavidad peritoneal en la hidropesía. La encontré pronto. Palpando
en el flanco derecho hallé dolor y cierta contractura del plano muscular. Algo
más hacia el centro, bajo la punta del esternón, se palpaba una masa dura,
sensible, extensa, que ocupaba también la parte izquierda. Era sin duda un
neoplasma que infiltraba el estómago y el páncreas, la glándula que lo
lubrifica y alimenta. (…)Mientras mi ayudante lavaba la piel del abdomen,
preparaba la dosis de anestésico y hervía la cánula, yo enjuagaba mis manos sin
dejar de observar sus reacciones. (…)Se llevó las manos a la boca cuando incidí
con mi escalpelo en el punto que más abombaba en aquella barriga, pero no dijo
nada. Al salir el líquido ambarino no se inmutó. Se dilataron sus ojos al ver
que se llenaba la primera batea. La abuela se portaba como una real hembra. En
un momento dado extendió su mano con los dedos abiertos, temblorosos. Carmen,
sentándose en el suelo, la asió entre las suyas para acariciarla. Era obvio que
la amaba tiernamente. Al terminar, coloqué un apósito, fajé el abdomen y
escuché a la paciente. Su cara había cambiado. Respiraba mejor.
—¿Cómo estás?
—Me siento bien, hakim —dijo.
—Es natural. Ha desaparecido la presión que el derrame
provocaba en los pulmones y la molesta sensación de peso gástrico. Pero la
mejoría no es definitiva. Será necesario hacer una nueva evacuación dentro de
doce días. (…)
Me llevaron ante ella. Se hallaba postrada en una cama baja,
levantado su tórax por varios almohadones que facilitaban la respiración. Su
rostro se afilaba en aristas ya casi descarnadas, premonitorias del inmediato
tránsito. En sus ojos de mortecina claridad se adivinaba el final de su jornada
terrenal. Por otra parte, se la veía limpia, olía a agua de rosas, sin rastros
del penoso aroma que da la ancianidad, mezcla de orina incontinente, abandonada
suciedad y ropa mal oreada. Le ausculté aplicando el oído a su pecho. Su cansado corazón batallaba
una guerra perdida, lo mismo que un delfín en un barreño, parecía que daba los
últimos coletazos. Descubrí su abdomen a punto de estallar. Sus paredes,
dilatadas y adelgazadas, casi transparentaban el derrame ascítico. Lo palpé y
percutí como la primera vez.
—Está muy mal —dije, saliendo de la estancia—. El tumor ha
crecido. No quiero hacer pronósticos, siempre inciertos en una ciencia
aleatoria como la medicina. Lo único que puede alargarle la vida unas horas o
días es la evacuación del exudado.
Herví mi instrumental y lo coloqué sobre una blanca
sábana encima de una mesa. Carmen trajo una jofaina donde lavé mis manos. Ella
sostuvo la esponja anestesiante mientras yo evacuaba sin molestias dos buenas
palanganas de contenido ascítico. Esta vez dejé una mecha de gasa en la herida,
para evitar la recidiva inmediata, antes de colocar un apósito blando. La
mejoría, como siempre, fue espectacular. La enferma revivió, abrió los ojos, se
sintió mejor y suspiró con fuerza. Su nuera y el hijo se miraban atónitos (página 121).
La paciente tenía un tumor de páncreas y
consecuencia de esto tenía una ascitis:
La ascitis es la acumulación de líquido en
el abdomen, concretamente dentro de la cavidad peritoneal.
El cirujano le extrajo líquido de la cavidad
abdominal mejorando los síntomas por el alivio que supone liberar la tensión
sobre los órganos.
Actualmente en las fases avanzadas de la
enfermedad hepática, la ascitis ya no responde a diuréticos y es necesario
extraer el exceso de líquido mediante la inserción de una aguja en el abdomen a
través de la piel (paracentesis evacuadora) reponiendo la pérdida de proteínas
y volumen de líquidos con albúmina intravenosa.
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