domingo, 6 de abril de 2014

Ascitis.

 Exploré la dilatada panza de su abuela en busca de la causa que provocaba aquella inundación de linfa, que no otra cosa es el derrame que ocupa la cavidad peritoneal en la hidropesía. La encontré pronto. Palpando en el flanco derecho hallé dolor y cierta contractura del plano muscular. Algo más hacia el centro, bajo la punta del esternón, se palpaba una masa dura, sensible, extensa, que ocupaba también la parte izquierda. Era sin duda un neoplasma que infiltraba el estómago y el páncreas, la glándula que lo lubrifica y alimenta. (…)Mientras mi ayudante lavaba la piel del abdomen, preparaba la dosis de anestésico y hervía la cánula, yo enjuagaba mis manos sin dejar de observar sus reacciones. (…)Se llevó las manos a la boca cuando incidí con mi escalpelo en el punto que más abombaba en aquella barriga, pero no dijo nada. Al salir el líquido ambarino no se inmutó. Se dilataron sus ojos al ver que se llenaba la primera batea. La abuela se portaba como una real hembra. En un momento dado extendió su mano con los dedos abiertos, temblorosos. Carmen, sentándose en el suelo, la asió entre las suyas para acariciarla. Era obvio que la amaba tiernamente. Al terminar, coloqué un apósito, fajé el abdomen y escuché a la paciente. Su cara había cambiado. Respiraba mejor.
—¿Cómo estás?
—Me siento bien, hakim —dijo.
—Es natural. Ha desaparecido la presión que el derrame provocaba en los pulmones y la molesta sensación de peso gástrico. Pero la mejoría no es definitiva. Será necesario hacer una nueva evacuación dentro de doce días. (…)
Me llevaron ante ella. Se hallaba postrada en una cama baja, levantado su tórax por varios almohadones que facilitaban la respiración. Su rostro se afilaba en aristas ya casi descarnadas, premonitorias del inmediato tránsito. En sus ojos de mortecina claridad se adivinaba el final de su jornada terrenal. Por otra parte, se la veía limpia, olía a agua de rosas, sin rastros del penoso aroma que da la ancianidad, mezcla de orina incontinente, abandonada suciedad y ropa mal oreada. Le ausculté aplicando el oído a su pecho. Su cansado corazón batallaba una guerra perdida, lo mismo que un delfín en un barreño, parecía que daba los últimos coletazos. Descubrí su abdomen a punto de estallar. Sus paredes, dilatadas y adelgazadas, casi transparentaban el derrame ascítico. Lo palpé y percutí como la primera vez.
—Está muy mal —dije, saliendo de la estancia—. El tumor ha crecido. No quiero hacer pronósticos, siempre inciertos en una ciencia aleatoria como la medicina. Lo único que puede alargarle la vida unas horas o días es la evacuación del exudado.
Herví mi instrumental y lo coloqué sobre una blanca sábana encima de una mesa. Carmen trajo una jofaina donde lavé mis manos. Ella sostuvo la esponja anestesiante mientras yo evacuaba sin molestias dos buenas palanganas de contenido ascítico. Esta vez dejé una mecha de gasa en la herida, para evitar la recidiva inmediata, antes de colocar un apósito blando. La mejoría, como siempre, fue espectacular. La enferma revivió, abrió los ojos, se sintió mejor y suspiró con fuerza. Su nuera y el hijo se miraban atónitos (página 121).


La paciente tenía un tumor de páncreas y consecuencia de esto tenía una ascitis:
La ascitis es la acumulación de líquido en el abdomen, concretamente dentro de la cavidad peritoneal.
El cirujano le extrajo líquido de la cavidad abdominal mejorando los síntomas por el alivio que supone liberar la tensión sobre los órganos.

Actualmente en las fases avanzadas de la enfermedad hepática, la ascitis ya no responde a diuréticos y es necesario extraer el exceso de líquido mediante la inserción de una aguja en el abdomen a través de la piel (paracentesis evacuadora) reponiendo la pérdida de proteínas y volumen de líquidos con albúmina intravenosa.

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