domingo, 6 de abril de 2014

Oclusión intestinal.

—No existe duda alguna —sostuve—. Vuestro hijo padece cólico miserere.
Los dos se echaron a llorar al mismo tiempo, como el convicto de leso crimen al escuchar de labios del caíd su sentencia de muerte. Hasta el pobre muchacho pareció arreciar en sus gemidos lastimeros al oír el veredicto.
—Sabéis mejor que yo lo que ello significa —dije—. Soluciones hay pocas: dejarlo morir en la paz de Alá o intentar una nueva técnica que estoy desarrollando. Puede intentarse, pero no os garantizo nada. Además el mal va muy avanzado.
—Haz lo que debas, hakim —dijo el padre—. Sabemos que si alguien puede salvar a nuestro hijo ése eres tú.
—Manos a la obra pues.
Mis ayudantes y Carmen, quien dirigía la anestesia, se hallaban ya dispuestos. Mientras lavaba mis manos pensaba en las novedosas líneas de ataque que había diseñado. En realidad eran muy simples, puro sentido común: si el peritoneo se hallaba invadido de pus, lo trataría como un enorme absceso. El fracaso en anteriores tratamientos del miserere era debido, según mi parecer, a errores de concepto. El cólico no era una entidad médica, sino quirúrgica. Galeno lo trataba con purgantes y Al-Razi con sangrías. Yo lo haría con el escalpelo.
Ordené salir a la pareja. Amarraron al joven a la mesa, prepararon mechas empapadas en agua caliente avinagrada y me dispuse a actuar sobre el punto de la piel del abdomen más doloroso, casi fluctuante: la fosa iliaca derecha, cuatro dedos por encima de la espina del íleon, el hueso en forma de ala que compone las caderas. Esperé tiempo antes de incidir con decisión. Cuando la respiración se hizo pausada y se ablandó el músculo, a un pequeño gesto de Carmen, que manejaba la esponja, sajé la piel con generosidad, un palmo largo. El muchacho se quejó, contrayéndose, pero no volvió a hacerlo. Cautericé con rapidez dos vasos que sangraban y, con los dedos, separé la capa muscular a lo largo del músculo que Galeno llama rectus. A mis ojos se ofreció, lisa y brillante, la capa serosa que conforma el peritoneo. Dejaba traslucir por transparencia el líquido verdoso que la llenaba: pus franco. Lo demás fue sencillo: corté con tijera la telilla al tiempo que evitaba impregnarme la cara del chorro purulento que salpicó hasta el techo. Un olor nauseabundo llenó la estancia. Metí la mano dentro de la cavidad caliente y húmeda, palpando vísceras e intestinos, dando salida al aluvión de miasmas pútridas. Se llenó de pus cremoso y fétido una batea en la que cabía medio azumbre. Lavé la cavidad con agua jabonosa muy caliente y torné a evacuar los restos corrompidos removiendo las asas intestinales con los dedos. Fue entonces cuando palpé una masa dura, una especie de aglomerado purulento que surgía del intestino ciego. Pasé una ligadura de len grueso sobre su base y lo extirpé. Evacuado el absceso, la intervención estaba concluida: dejé dentro de la cavidad, en todas direcciones, nueve gruesas mechas de gasa impregnada en vinagre y, sin dar puntos, para no interferir en la espontánea salida de pus, coloqué un gran apósito rodeando la cintura firmemente para evitar que saliesen las tripas. Mientras enjuagaba mis manos en vino y agua jabonosa caliente para evitar la contaminación, el paciente parecía revivir. Lo trasladaron a la sala de hombres mientras yo salía fuera para hablar con los padres.
—Es pronto para sacar conclusiones y detesto hacer pronósticos —dije—, pero mi primera impresión es buena. De momento el paciente está bien. Se ha drenado una ingente cantidad del pus causante del mal. Voy a dejarlo algún tiempo en el maristán, donde será vigilado y se harán las curas pertinentes. Confiemos en Alá.
—Bendito sea su nombre —exclamaron a la vez, besándome las manos.
El muchacho tardó en recuperarse, pero lo hizo. Fueron once semanas de tensa expectación y curas diarias, retirando gradualmente las mechas. La supuración fue amenguando y cediendo la fiebre. El enfermo se levantó a la semana y defecó espontáneamente a los seis días. Todo ese tiempo estuvo a dieta estricta: agua de arroz azucarada y hierba de reseda, que tiene la potestad de ayudar a mover el tubo digestivo. Por primera vez en mi vida me sentí un elegido de los dioses: era capaz de vencer un mal tenido por incurable (Página 152).

Se trata de una oclusión intestinal. El tratamiento suele ser quirúrgico. El tratamiento implica la colocación de una sonda a través de la nariz hasta el estómago o el intestino para ayudar a aliviar la hinchazón (distensión) abdominal y el vómito. El vólvulo del intestino grueso se puede tratar pasando una sonda hasta el recto.
Se puede necesitar cirugía para aliviar la obstrucción si la sonda nasogástrica no alivia los síntomas o si hay signos de necrosis.

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