—No existe duda alguna —sostuve—. Vuestro hijo padece
cólico miserere.
Los dos se echaron a llorar al mismo tiempo, como el
convicto de leso crimen al escuchar de labios del caíd su sentencia de muerte.
Hasta el pobre muchacho pareció arreciar en sus gemidos lastimeros al oír el
veredicto.
—Sabéis mejor que yo lo que ello significa —dije—.
Soluciones hay pocas: dejarlo morir en la paz de Alá o intentar una nueva
técnica que estoy desarrollando. Puede intentarse, pero no os garantizo nada.
Además el mal va muy avanzado.
—Haz lo que debas, hakim —dijo el padre—. Sabemos que si
alguien puede salvar a nuestro hijo ése eres tú.
—Manos a la obra pues.
Mis ayudantes y Carmen, quien dirigía la anestesia, se
hallaban ya dispuestos. Mientras lavaba mis manos pensaba en las novedosas
líneas de ataque que había diseñado. En realidad eran muy simples, puro sentido
común: si el peritoneo se hallaba invadido de pus, lo trataría como un enorme
absceso. El fracaso en anteriores tratamientos del miserere era debido, según
mi parecer, a errores de concepto. El cólico no era una entidad médica, sino
quirúrgica. Galeno lo trataba con purgantes y Al-Razi con sangrías. Yo lo haría
con el escalpelo.
Ordené salir a la pareja. Amarraron al joven a la mesa,
prepararon mechas empapadas en agua caliente avinagrada y me dispuse a actuar
sobre el punto de la piel del abdomen más doloroso, casi fluctuante: la fosa
iliaca derecha, cuatro dedos por encima de la espina del íleon, el hueso en forma
de ala que compone las caderas. Esperé tiempo antes de incidir con decisión.
Cuando la respiración se hizo pausada y se ablandó el músculo, a un pequeño
gesto de Carmen, que manejaba la esponja, sajé la piel con generosidad, un
palmo largo. El muchacho se quejó, contrayéndose, pero no volvió a hacerlo.
Cautericé con rapidez dos vasos que sangraban y, con los dedos, separé la capa
muscular a lo largo del músculo que Galeno llama rectus. A mis ojos se ofreció,
lisa y brillante, la capa serosa que conforma el peritoneo. Dejaba traslucir
por transparencia el líquido verdoso que la llenaba: pus franco. Lo demás fue
sencillo: corté con tijera la telilla al tiempo que evitaba impregnarme la cara
del chorro purulento que salpicó hasta el techo. Un olor nauseabundo llenó la
estancia. Metí la mano dentro de la cavidad caliente y húmeda, palpando
vísceras e intestinos, dando salida al aluvión de miasmas pútridas. Se llenó de
pus cremoso y fétido una batea en la que cabía medio azumbre. Lavé la cavidad
con agua jabonosa muy caliente y torné a evacuar los restos corrompidos
removiendo las asas intestinales con los dedos. Fue entonces cuando palpé una
masa dura, una especie de aglomerado purulento que surgía del intestino ciego.
Pasé una ligadura de len grueso sobre su base y lo extirpé. Evacuado el
absceso, la intervención estaba concluida: dejé dentro de la cavidad, en todas
direcciones, nueve gruesas mechas de gasa impregnada en vinagre y, sin dar
puntos, para no interferir en la espontánea salida de pus, coloqué un gran
apósito rodeando la cintura firmemente para evitar que saliesen las tripas.
Mientras enjuagaba mis manos en vino y agua jabonosa caliente para evitar la
contaminación, el paciente parecía revivir. Lo trasladaron a la sala de hombres
mientras yo salía fuera para hablar con los padres.
—Es pronto para sacar conclusiones y detesto hacer
pronósticos —dije—, pero mi primera impresión es buena. De momento el paciente
está bien. Se ha drenado una ingente cantidad del pus causante del mal. Voy a
dejarlo algún tiempo en el maristán, donde será vigilado y se harán las curas
pertinentes. Confiemos en Alá.
—Bendito sea su nombre —exclamaron a la vez, besándome las
manos.
El muchacho tardó en recuperarse, pero lo hizo. Fueron
once semanas de tensa expectación y curas diarias, retirando gradualmente las
mechas. La supuración fue amenguando y cediendo la fiebre. El enfermo se
levantó a la semana y defecó espontáneamente a los seis días. Todo ese tiempo
estuvo a dieta estricta: agua de arroz azucarada y hierba de reseda, que tiene
la potestad de ayudar a mover el tubo digestivo. Por primera vez en mi vida me
sentí un elegido de los dioses: era capaz de vencer un mal tenido por
incurable (Página 152).
Se trata de una oclusión intestinal. El tratamiento suele ser quirúrgico. El tratamiento implica la colocación de una sonda a través
de la nariz hasta el estómago o el intestino para ayudar a aliviar la hinchazón
(distensión) abdominal y el vómito. El vólvulo del intestino grueso se puede
tratar pasando una sonda hasta el recto.
Se puede necesitar cirugía para aliviar la obstrucción si la
sonda nasogástrica no alivia los síntomas o si hay signos de necrosis.
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